ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Londres, 1 noviembre 2008
Londres, 1 noviembre 2008



Miguel Martínez-Lage
Miguel Martínez-Lage
publica el libro de poemas
La coz en el tintero [+]




QUERIDO, ATRIBULADO Y SEGURO QUE NADA OCIOSO LECTOR

MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE
El pez de tinta, 4
La casa de los Malfenti, Otoño de 2005

[Querido, atribulado y seguro que nada ocioso lector; querida lectora atenta, perspicaz, benévola y ocupadísima, eso fijo:

Es en otoño cuando al pez de tinta le pasan más cosas y cosas mejores. Las malas son pocas y son las de menos, y nunca dejan de pasar, así sea por los pelos, y además no importan. Por eso, no es de extrañar que en esta entrega el pez de tinta celebre su primer aniversario en La casa de los Malfenti con moderado júbilo y con todas las glándulas lectoras en ebullición, segregando endorfinas a todo trapo, y el ojo pineal hecho ojo de un huracán despierto tras la fuerza del vendaval con que a través de mí ha pasado Doctor Pasavento. Tampoco debiera llamar la atención que haya preparado un cóctel más largo que de costumbre, pero con un único ingrediente: Enrique Vila-Matas destilado en su grado de máxima pureza, con todo su sabor intacto y entero. Tan es así que produce cierto rubor tener que añadir este hielo de máquina para que su paso sea más llevadero, y pase así como pasa el viento. Lo digo porque yo a Enrique Vila-Matas lo bebo seco. Como Montano cuando arranca su «Diccionario del tímido amor a la vida», me encomiendo a un dios veraz.]

1.

La progresión de Vila-Matas en sus últimos libros es un ascenso vertiginoso, un constante más difícil todavía, hacia regiones de una literatura poco o nada corriente en castellano en los últimos decenios. Más difícil, desde luego, porque además nos lo pone fácil. Da un salto mortal que es a la vez un salto moral. Parecerá cosa de prestidigitador, pero es fruto de una honradez intelectual absoluta. Y tampoco es tan frecuente esa literatura en otras lenguas, dicho sea de paso. Vale, ya sé que acabo de poner el carro delante de los bueyes y he vuelto a empezar por las conclusiones, pero es que pocas veces he estado tan seguro al emitir un juicio literario, que son los únicos que emito desde hace ya demasiado. Y me amparo, para obrar a la inversa de lo que sería esperable, en que algunos rascacielos supositorio se empiezan a construir por el tejado (y otros se queman por la planta 21). Por otra parte, tuve la suerte de ser de los primerísimos lectores que tuvo el libro último de Vila-Matas, Doctor Pasavento. Hace algunas semanas la crítica en general, a la de los periódicos me refiero, ha venido a darme la razón, con las dos chocarreras excepciones de turno.

Doctor Pasavento, a quienes seguimos desde 1985 cómo se despliega la obra literaria de Vila-Matas, podrá parecernos excepcional. Quizá lo sea, pero no es una excepción, sino que confirma la regla. Dícese que cada genio creador tiene una duración limitada en su ejercicio o vigor, una caducidad que no siempre se compadece con la vida entera. En el caso que nos ocupa, parece que Vila-Matas se haya requintado más de lo humanamente posible. Doctor Pasavento tiene la misma calidad que sus hermanos anteriores, pero es que además es mejor. No sé si me explico, pero yo me entiendo.

No hay mejor sorpresa que la confirmación de una sospecha.

El fenotipo de la novela vilamática estaba acuñado desde El viaje vertical (1999). Llamémosle novela, digo, así sea para entendernos aunque no entendamos nada, pero entiéndase que no lo es sensu strictu; a este respecto acuñó Jordi Llovet en el lejano 1976, refiriéndose a La asesina ilustrada, el vocablo novila: a mí me sigue pareciendo muy pertinente, y es lástima que los juegos de palabras basados en apellidos sean, si no de mal gusto, sí vistos como tales, y más cuando los ve quien se queda fuera de juego. Lo que cuenta es que ya con su segunda novela, que ahora cumple casi treinta años, y que dentro de un par de meses reeditará Lumen (ya la reeditó Lengua de Trapo cuando cumplió veinte, curioso redondeo el de las reediciones de esa joya todavía primeriza, pero joya de muchos quilates a fin de cuentas), estaba clarísimo -para quien supiera mirar- que Vila-Matas hacía novelas muy distintas de las habituales. Diez años después de La asesina, en plena eclosión de su diferencial, Vila-Matas publicó Una casa para siempre, que fue mal acogida por la crítica más insigne, que suele ser la más lerda, y decidió, dice, «aplicarse [a sí mismo] la ley de extranjería y dejar de ser un escritor español».

Dicho quizá de forma un tanto intempestiva, la literatura de Vila-Matas es decididamente transgenérica. Parientes de la obra de W. G. Sebald, de Claudio Magris, de Sergio Pitol, los libros de Vila-Matas destruyen sistemáticamente la convención de los géneros, producto seguramente segregado por la mentalidad pacata que calzan los enemigos de lo literario. Lejos de esos corsés, Vila-Matas ensaya un mestizaje radical de todas las opciones viables: sus libros son ya una conferencia real, ya una conferencia que se hace en directo, ante el lector, como son pasajes de diarios, ensayos, excursos, catálogos, diccionarios razonados, relatos comprimidos, pesquisas, digresiones, mentiras disfrazadas de verdades, verdades enmascaradas de mentiras y tantas cosas más que no son ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.

Las sucesivas entregas de su narrativa, quizá sólo con un descanso -ese ascenso exponencial debe de resultar fatigoso, aunque Vila-Matas es de los que se crecen y mejoran en el cansancio- para tomar aliento o para saldar una deuda contraída consigo mismo en París no se acaba nunca (2003), han supuesto progresivas vueltas de tuerca en el afinamiento de un instrumento literario que lisa y llanamente no tiene parangón. Me refiero al crescendo o reinvención de la literatura por oposición cerrada contra los cada vez más numerosos enemigos de lo literario (parecerán molinos, pero son gigantes malencarados y armados hasta los dientes postizos, y no me extiendo en este concepto, porque me llevaría mucho más espacio del que ya voy a ocupar), vorágine helicoidal o espiral ascendente que forman tres libros que seguramente pronto habrán de ser considerados trilogía de tapices que se disparan en muchas direcciones, o novelas al vilamático modo: Bartleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002) y este Doctor Pasavento (2005).

Si trilogía no fuera -es pronto para saberlo, quién sabe si aún no han de multiplicarse, a Vila-Matas se le nota dueño de una energía creadora tan exacta como la fiebre y tan inmensa como el olvido-, sí es importante destacar un hecho tan infrecuente que, arriesgando lo justo, yo calificaría de único. Cada uno de estos libros -dejemos a un lado el llamarlos «novelas»: nos quedamos cortos- lleva en sí el germen del siguiente. Mejor dicho: cada uno es conejo del anterior y chistera del siguiente. Ante la extensa y en el fondo infinita nómina de los escritores del No que poblaban Bartleby, Montano (o Rosario Girondo, que a su debido tiempo dirá muy serio: «Llamadme Walser») se presenta como prolongación necesaria, refutación incontestable o curación eficaz de una enfermedad literaria, o literatosis , de la que en el fondo más vale no curarse, pues a todas luces conviene «pensar en literatura». Es decir: Pasavento es consecuencia y es superación del Casi-Watt que narraba Bartleby y de la voz que narra Montano. A Montano, en Pasavento le sale el mayor y mejor de sus sueños hecho realidad: la desaparición en el texto, la extinción, el ausentarse de este aquí y ahora para ingresar en un espacio hecho de escritura y de vida. De hecho, el epígrafe con que se abría El mal de Montano, una cita de Blanchot que dice «¿Cómo haremos para desaparecer?», se hace carne o alma o arma encarnada y cargada de balas limpias en la peripecia de Andrés Pasavento, luego Doctor Pasavento, luego Doctor Ingravallo -¿una especie de Max Brod de Pasavento?-, al final Doctor Humbol, aunque Humbol sea el Otro, como era original el otro en Montano. Y me parece de cajón recordar esa otredad que viene de Rimbaud, «Je est un autre». (Nada que ver con aquella salida de pata de banco de Jean-Paul Sartre, «l'enfer sont des autres».) Es decir: si no me equivoco, y cada libro engendra al siguiente, leerlos al revés debe de ser una experiencia sencillamente inenarrable, y seguramente más verdadera que leerlos en orden cronológico. Las muñecas rusas más grandes irán saliendo del interior de las pequeñas, y de las vísceras del conejo saldrá una chistera morrocotuda.

(He releído, confieso, El mal después del Doctor. Y aún me he dado el lujo asiático de leer a trozos Bartleby & Co., que es como se titula en inglés Bartleby y compañía. Cada uno enferma de lo que más merece. Padezco, pues, una suerte de vilamatiasis por contagio que sólo contraen los muy propensos a las lecturas de libros clarividentes. Afecta el cristalino, desde luego, y tiene efectos secundarios, luego se verá. Lo digo entre paréntesis, o lo digo resacoso, sólo por dejar constancia de que las concomitancias y remisiones internas son muchas más entre los tres libros, especialmente entre Bartleby y Montano y entre Montano y Pasavento. Dispongo de testimonios textuales que lo demuestran, pero no quisiera abrumar a los invitados a esta casa Malfenti. Baste pues decir que el germen de Pasavento está en Montano, p. 267. Antes, Montano ya dice, por ejemplo, que «para que todo fuera perfecto sólo te faltaría desaparecer del todo, desaparecer realmente», en p. 250. Decide identificarse con Walser aprovechando que «el alma es sólo una forma de ser», de modo que «te apoderas del alma de Robert Walser», p. 256. Decide «luchar y ser, por ejemplo, la literatura misma», p. 251. Cierro el paréntesis con un Alka-Seltzer.)

2.

La máquina vilamática, a todo esto, es aquélla capaz de convertir en literatura todo lo que toca y la que además fagocita la literatura para convertirla en la vida misma. Diluye esas fronteras que tan torpe, mezquinamente, han trazado entre una y otra, han dibujado con una mentalidad acartonada y el pulso como para robar panderetas todos los pusilánimes, los temerosos. Digo temerosos por no decir enemigos de lo literario, que son legión. Y son aduaneros, carabineros y almojarifes. Con toda naturalidad, la máquina cartografía un territorio absolutamente nuevo -en Montano hay un momento irrepetible, cuando Montano dibuja a mano alzada el mapa del mal de Montano- en cada una de sus incursiones, igual da que sean los libros que llamamos novelas para entendernos o los artículos que en diversos medios ha publicado Vila-Matas en estos últimos años, sólo parcialmente recogidos en libros fenomenales, en auténticos festines de la lectura (Desde la ciudad nerviosa, El traje de los domingos, Aunque no entendamos nada o el más reciente, El viento ligero en Parma, sin olvidar el primero y ya lejano, El viajero más lento), e incluso los relatos, en los que últimamente se prodiga menos, aunque los haya también cuajado de una genialidad incontestable, como es el caso de «Su primer viaje a México», publicado en el nº 1 de la revista La Central (2004), que edita la cadena de librerías del mismo nombre, donde se lee, por ejemplo, esto: «Saber que era su primer viaje a México le estaba impidiendo viajar realmente a México. Por otra parte, no podía decirse que se encontrara mal, pero tenía una sed excesiva y muy constante; diferente, además, a todos los tipos de sed que había tenido en su vida» (p. 88).

No es difícil ver a la máquina en funcionamiento. Lo es aún menos disfrutar de sus productos. Lo que realmente cuesta es entender cómo funciona. Este último libro de Vila-Matas, más a rajatabla seguramente que ningún otro de los suyos, no admite la paráfrasis. No la permite. La desaconseja. Vivamente. Disuade el ánimo parafrástico necesario para que uno refiera su lectura. Siendo así, ¿qué vía me queda? ¿Habré de ser su Avellaneda? (Confieso que lo he sido una vez: no me atrevo a leerla, pero así como Pedro Zarraluki ha escrito una continuación de El corazón de las tinieblas, yo he cometido la insensatez de escribir una continuación de El viaje vertical. Hay delitos peores.) Claro que Doctor Pasavento, el más cervantino de los libros de Vila-Matas, no tiene a Cervantes por centro. Cervantes sí tenía una presencia estelar en Montano, o al menos en los pasajes en los que el padre de Montano, que no se llama Montano, aunque comparta el mismo mal, se hacía acompañar por la presencia luciferina de Tongoy. Esa dualidad era quijotesca, pero también fáustica, a tal punto que éste, Tongoy, vira más hacia Monsieur Teste, alter ego de Paul Valery con intenso dolor de cabeza. Y lo tacha de «don Quijote de las Azores». En Lajes, exactamente. En Montano, alguien -Montano, Girondo, Walser: tanto da- se dice: «¿qué me gustaría ser si no fuera escritor? Tras un breve titubeo, respondí que psiquiatra» (p. 147). Es lo que hará Andrés Pasavento: decidido a desaparecer, se convertirá en «psiquiatra psiquiatrizador», que no es cosa baladí.

No obstante, Andrés Pasavento se convierte en trasunto de sí mismo, como Quijano se convierte en Quijote. Será radicalmente otro. Inventa sucesivas identidades. La suya es una peripecia en viaje constante (ya se sabe: viajar es una exacerbación de la propia sensibilidad), una sucesión de imposturas y supercherías en forma de despojamiento de lo superfluo, huyendo de la gloria o cultivando el afán de ocultarse. Nada es tan superfluo como el propio yo.

En Pasavento, doctor y cómplice y solitario impenitente, toda la trama gira en torno a Robert Walser... y al Robert Walser de la rue Vaneau , el excepcional Emmanuel Bove, que por algo, digo yo, era uno de los escritores que más recomendó Beckett a sus amigos (y Peter Handke a los suyos, aunque parecido no es lo mismo). Gira a su alrededor antes de llegar a Walser, pues lo prefigura en una visita al manicomio de Nápoles. En verdad, más que girar, viene propulsado por el combustible Walser de que se nutre en esta ocasión la máquina vilamática. Walser pasó sus últimos treinta años de vida ingresado en el psiquiátrico de Herisau, Suiza, donde no escribió una sola línea («Yo he venido aquí a estar loco, no a escribir»), y es pertinente señalar esta dilatada inactividad, porque muchos habíamos creído que los Microgramas de Walser, de los que pronto publicará Siruela un primer volumen en traducción exacta, primorosa y seguramente desquiciante de Juan de Sola Llovet, eran una escritura manicomial, cuando lo cierto es que son anteriores a su internamiento. (Micrograma: texto breve, escrito siempre a lápiz, con caligrafía apretadísima e indescifrable, cuya cohesión dicta precisamente el soporte empleado, tanto por dimensiones como por textura.)

El viento ligero que sopla no sólo en Parma, que también, sino en todo el periplo de Pasavento (Barcelona - Sevilla - Nápoles - París - Suiza - Lokunowo), trastorna un poco. No es un viento azotaseseras, ojo. Ya se sabe que en caso de la comisión de un crimen, hay lugares donde el viento es un eximente. Y el crítico que uno lleva dentro, en crisis por naturaleza, tiene criterio. Discrimina. Es decir: excrimina. Esgrime. No escribe. Qué grima. Aquí acaba mi papel de crítico. Yo sólo leo, lo cual no es poco, según están los tiempos. Y cuando leo no me empapo de licores fuertes como el metal fundido. Que las páginas las pase el viento.

Además, la lectura de Doctor Pasavento me ha coincidido con una traducción de prosas críticas de Virginia Woolf, que he terminado casi a la vez. La Woolf ha sido una de las críticas más certeras que yo he leído nunca, de modo que en sus manos cargadas de piedras y metidas en los bolsillos del delantal al adentrarse en las aguas quietas del río Ouse dejo la función de la crítica. Leyendo Pasavento, pasado el ecuador, sólo sé que dejé de ser quien era y pasé a ser, cuando en Pasavento se injerta la conciencia del doctor Ingravallo, mientras es a ratos el doctor Pynchon, el doctor Orr. Más adelante tuve la impresión clara de ser el doctor Orr Horr, pero sólo fue fugaz. Pasajera. O será que me convertí en una disyuntiva: en inglés, «or» quiere decir «o». O será que soy el ectoplasma de Virginia Woolf, vaya un destino, también podría ser desatino. O vaya usted a saber, pero cada vez iba sabiendo con menos margen de dudas que el último libro de Vila-Matas era, es, sensacional. Aunque, como bien se ve, tenga efectos secundarios en algunos de sus lectores. Y no porque lo hayan entendido todo, que tampoco.

A Vila-Matas, un crítico tan chusco como agraciado lo ha llamado «majadero» a raíz de este último libro. Cuando más me entraba el hambre de seguir leyendo o de volver a leer (un dato: he leído Doctor Pasavento sin marcapáginas, daba igual por dónde empezara cada vez, era siempre gratificante), cuando Virginia Woolf empezó a dejarme ser otro, y así pude dejar de ser otro, di en pensar que a la hora de dividir a la plana mayor de la literatura mundial, me quedo de largo con los majaderos. A los otros, que son los memos, no los aguanto. O sea: que me apunto al equipo colorao de los majaderos majaras para jugar en un partido contra los memos ineptos, así sea para calentar banquillo, y ver a Vila-Matas subir la banda y dar centros a su delantero Walser. O hacer paredes con él. Caí en la cuenta de que ganamos fijo: FC Majaderos, 4; Real Club de los Memos, 1. Y si jugamos fuera de casa, igual.

Un apunte sobre lo minoritario: Vila-Matas es en teoría un escritor de culto, un escritor para escritores. Al cuerno la teoría, que es de cartón piedra. Quizá amedrente la inmensa sabiduría literaria de Vila-Matas, pero será igual que amedrenta la belleza de Afrodita. Con los años y los libros, con los seguramente millares de artículos, ensayos, prólogos, Vila-Matas ha aprendido el difícil arte de dulcificarse sin rebajarse a nada. Lejos de divulgar, enseña. Lejos de atesorar, comparte. La mejor literatura mundial es el aire que respira. Pero es que además lo transmite. Lleva a cabo una progresiva depuración tanto de la prosa en superficie como de las leyes profundas que la traban. Cuanta mayor exigencia, mayor claridad… aunque (a veces) no se entienda nada, lo cual, si bien se mira, es mejor. Yo dudo mucho que Doctor Pasavento tenga vocación de minorías. El que no sepa reconocerse en Pasavento es sencillamente indigno de ser. De ser lector, vaya: vaya corriendo y pierda el seso y se le agüe la sangre leyendo a Dan Brown, que eso no es leer. Dan Brown -y los sopocientos enemigos de lo literario- tienen una gran virtud que al poder gusta más que a los niños los caramelos: entontecen. Los libros de Vila-Matas nos hacen primero más felices. Segundo, bastante más inteligentes de lo que seríamos sin ellos.

3.

Entre los recuerdos inventados de los dos o tres individuos en que Pasavento se encarna, identidades que son puentes tendidos hacia una verdad más compleja que la realidad toda que lo envuelve, entre los sucesivos injertos de conciencia ajena (la socarronería de Ingravallo, irónica y sensata, desbarata toda remisión al mago de Viena, aunque más de uno pueda leerla como un manifiesto del super-yo), se implanta el factor Walser, su literatura, su figura (e, insisto, el agente Bove, el Walser de la parisina rue Vaneau, amenazante y misteriosa, que es otro eje que atraviesa el libro de parte a parte). El examen y seguimiento que hace Vila-Matas del malogrado escritor suizo, a veces por medio de microgramas o microensayos que son de antología, es un acercamiento a la literatura de un autor de la máxima exigencia tal como difícilmente podrá llevar a cabo la crítica al uso. (Pero la crítica al uso yace en el fondo de un río.) Doctor Pasavento contiene dispositivos que son como bombas de relojería: por ejemplo, cuando alude a que antes jamás había visto a Walser como una persona real. Uno asiste atónito y se frota los ojos no pocas veces (no sólo por incredulidad: una lágrima es una lente móvil y temblorosa, que estalla a cada tanto con los golpes de humor inteligentísimo a que nos tiene el autor acostumbrados) y persigue ese traspasar las sucesivas capas de la cebolla de la identidad (¿o es un cebollón?) que lleva, cada cosa a su tiempo, al corazón inencontrable y secreto de la misma cebolla en forma de alter ego definitivo, el Humbol de las páginas finales -en Lokunowo: locus novus, lugar nuevo, puede ser, donde se encuentra un tercer frenopático, el Monenembo, y los psiquiatras se reúnen en tertulia-, cuyo secreto, lector, no te voy a desvelar. Bastante envidia me das por tener aún la posibilidad de llegar a él por tus propios medios.

En fin. (Ya va siendo hora.) Dentro de un tiempo será frecuente, entre los vilamáticos consumados, que habrán menudeado a este paso más que las lluvias, discutir por cuál es nuestro Vila-Matas preferido. Hace ya tiempo que es difícil decir cuál es el mejor de sus libros. Éste, de todos modos, es para mí el más hondo, el más ambicioso, el más cabal y el más logrado.

Y si has notado, lector, que es difícil hablar de los libros de Vila-Matas, sólo puedo aventurar que es porque él va más rápido. Cualquier comentario no pasará de ser invitación. Él sube en ascensor, y mueve la polea, y nosotros hemos tomado las escaleras. El placer está en que, en sus libros, bajar un tramo es tan aleccionador como subir corriendo al quinto. Pocos autores como él nos mueven a conjurar todas las lecturas: nos obliga a conjugar todo el bagaje lector que tengamos, a organizar el lecho de un río que avanza. No creo que acabemos de leerlo nunca.
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