ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Portada no nata de Dublinesca
Portada no nata de Dublinesca



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PRESENTACIÓN DE
EL VIENTO LIGERO EN PARMA
de Enrique Vila-Matas

Cristina Oñoro Otero



CRISTINA OÑORO
“Historia y ficción en la posmodernidad: reflexiones en torno a Historia abreviada de la literatura portátil”,
Martínez Díaz, Alicia y Esther Navío Castellano, eds.
Literaturas de la (Pos)modernidad.
Madrid, Fragua, 2009.
ISBN 13: 978-84-7074-328-3
SOBRE DUBLINESCA

CRISTINA OÑORO OTERO

«−Te convendría perder peso −le dice ahora de pronto Javier−, dar el salto inglés. Salir del embrollo afrancesado en el que te metiste durante tanto tiempo. Ser más divertido y más ligero. Volverte inglés. O irlandés. Dar el salto, amigo» [p. 76].

Los lectores con talento lo saben: siempre es una buena noticia que Enrique Vila-Matas publique un nuevo libro. Si además se trata de una novela –cosa que no ocurría desde Doctor Pasavento, en 2005– la noticia es todavía mejor. Ahora bien, lo que convierte la aparición de Dublinesca (Seix Barral, 2010) en un magnífico suceso es que Vila-Matas haya logrado otra vez lo imposible: superarse a sí mismo, dar un eléctrico salto inglés y conectar con el entusiasmo. ¿El secreto del éxito? Los amantes de Nueva York, como el propio Vila-Matas, lo saben: A walk on the wild side. Dar una vuelta por el lado salvaje. O dicho en otras palabras: no acomodarse. Eso nunca. Arriesgarse siempre. Aunque para ello haga falta enterrar a la mismísima Francia.

Antes de nada, convendría detenerse unos instantes en explicar qué significa la sugerente imagen del salto inglés, pues esta pirueta literaria posee una importancia clave al menos por tres motivos. El primero de ellos es patente: Dublinesca supone la consolidación de una nueva etapa creativa; un viraje narrativo que Vila-Matas ya había iniciado en Exploradores del abismo (2007), un libro de relatos publicado justo después de Doctor Pasavento, la novela con la que culminó la magnífica y celebrada trilogía de la que también forman parte Bartleby y compañía (2000) y El mal de Montano (2002). En este sentido, nos encontramos ante una obra en la que el silencio –que era el gran personaje de la trilogía– ha quedado definitivamente atrás para dejar paso a nuevas obsesiones vila-matianas, como el entusiasmo y la espera.

El segundo motivo por el que el salto inglés tiene relevancia está relacionado con el imaginario cultural de Vila-Matas, con sus mitos y sus sueños últimos, los que le ayudan a escribir. En Dublinesca se aleja de sus paisajes familiares –aquéllos que engloba y simboliza el París donde pasó su juventud– para adentrarse en nuevas geografías, como Londres, Dublín, Cork y Nueva York. Pero, sobre todo, este salto inglés encarna el decidido compromiso de Vila-Matas con la ligereza y la felicidad. Y es que a pesar de que en la novela llueve la mayor parte del tiempo, a pesar de que todos los personajes envejecen, están muertos o van de entierro, y aunque haya más niebla y fantasmas que en ningún otro de sus relatos, Dublinesca no es un libro triste. Al contrario, es una obra sobre las pasiones alegres. Una novela sin final feliz pero llena de entusiasmo, esa pasión tan ligera y tan alegre, tan neoyorkina. El salto inglés representa, en definitiva, el deseo de Vila-Matas de reinventarse, de no envejecer literariamente; «[…] envejecer es un desastre» [p. 141]. Eso jamás.

La historia comienza una tarde lluviosa de miércoles en un salón familiar. «El día es frío, gris, triste» [p. 17]. Los minutos pasan lenta y tediosamente. Samuel Riba cumple con la visita de rigor a sus ancianos padres. Los tres se encuentran concentrados en cumplir con su papel en esta triste y monótona ceremonia que desde hace tantos años representan puntualmente cada semana: «Están todos de repente casi inmóviles, casi tiesos, exageradamente adustos. Y, como de costumbre, nada exuberantes, muy catalanes, a la expectativa de no se sabe qué, pero esperando» [p. 22]. Riba, que está a punto de cumplir sesenta años, no es capaz de confesarles que ha fracasado, que hace ya dos años cerró la editorial que le había dado cierto prestigio y una agitada vida social; es más, que desde que dejó de beber por aquella misma época las cosas van mal, muy mal, pues se pasa el día encerrado en casa muy deprimido y no tiene planes para el futuro. «Nada marcha muy bien para él desde que corteja a la soledad» [p. 13], desde que pierde sus días en Internet como un hikikomori, esos jóvenes japoneses que se encierran en una habitación de la casa de sus padres y se concentran en el ordenador durante largos periodos de tiempo. No, nada marcha bien desde que se martiriza pensando que, aunque pertenece a la cada vez más rara estirpe de los editores cultos y literarios, ha tenido que jubilarse sin haber encontrado a ese autor desconocido que se habría acabado revelando como un escritor genial.

Esta atmósfera de secretas frustraciones y ceremonias marchitas hará pensar al lector en los lienzos del pintor americano Edward Hopper y también en la película de John Huston Los muertos, adaptación de Dublineses de James Joyce; de hecho, ambas referencias aparecerán en repetidas ocasiones a lo largo de la novela. Pero no, no estamos en un cuadro de Hopper ni en un relato de Joyce, en realidad nos encontramos en el centro del universo literario de Vila-Matas: un hijo sin hijos, un hijo único como Riba, está librando una durísima batalla contra la angustia de envejecer, esa pasión tan poco ligera y tan triste. «¿Y ahora qué planes tienes?», le pregunta la madre insistentemente [p. 22]. Y de pronto, en este deprimente salón que no es sino un gran símbolo de todo lo que es familiar, asfixiante y pesado, Riba se imagina que está en Nueva York, la palpitante ciudad por la que merece la pena seguir en el mundo.

Y el pájaro de la imaginación le conduce después hasta Dublín, una ciudad sobre la que tuvo un sueño asombroso y premonitorio cuando estuvo en el hospital dos años antes, al caer gravemente enfermo a causa del alcohol. En el sueño, Riba paseaba por la ciudad irlandesa en la que nunca había estado como si la conociera perfectamente, como si hubiera vivido allí otra vida. El momento más duro del sueño, y también el más conmovedor, sucedía cuando su mujer Celia descubría que él había regresado a la bebida en un bar de Dublín. A la salida del pub Coxwold, sorprendido en su recaída alcohólica por Celia, «se abrazaba conmovido a ella, y terminaban llorando los dos, sentados en el suelo de una acera de un callejón de Dublín. Lágrimas para la situación más desconsolada que hasta aquel día había vivido en un sueño» [p. 23]. «Ya veo que no tienes planes», continúa indagando la madre de Riba, quien a estas alturas del relato se ha perdido completamente en ensoñaciones dublinescas y está como petrificado en el salón familiar [p. 23]. Pero se equivoca, pues Riba ya ha decidido convertir en realidad su sueño, dar un salto inglés e ir a Dublín, primera escala antes de trasladarse definitivamente a Nueva York, la ciudad donde es imposible envejecer. Quizás allí le espera el hombre que era antes de editar, el niño que fue un día y se esfumó tan pronto. O tal vez en Dublín le aguarda su alcohólico fantasma.

Así pues, lo que desencadena toda la acción narrativa es este sueño premonitorio sobre Dublín. Enseguida, Riba convence a tres de sus mejores amigos para que le acompañen el 16 de junio, Bloomsday, el día en que transcurre el Ulises de Joyce, y para que juntos celebren en esta ciudad un funeral por la época de la imprenta, la galaxia Gutenberg que él ha conocido y que −a la vista de tanta novela gótica y tanto editor inculto− está llegando a su fin. Una vez allí, Irlanda se convierte en el punto de partida de un viaje más largo, el que emprenden Riba –¿o es Leopold Bloom?– y sus amigos Javier, Ricardo y Nietzky –réplicas vivientes de Dedalus, Cunningham y Power− al corazón del capítulo sexto del Ulises, el que trascurre durante el entierro del borracho Paddy Dignam. Un viaje al Hades lleno de espectros y en el que a Riba le espera, efectivamente, su propio fantasma. No obstante, el Ulises no es la única estación en esta jornada de entierros y caravanas fúnebres. Dublinesca se encuentra atravesada por otras muchas citas, las que el narrador va hilvanando con ese arte de la composición narrativa tan vila-matiano; entre otras muchas referencias, aquí encontramos a los Auster en su casa de Brooklyn, a Julien Gracq, a Philip Larkin (cuyo poema «Dublinesca» da título a la novela), a la artista Dominique Gonzalez-Foerster, las novelas llenas de silenciosas obsesiones de Peter Handke, las inteligentes teorías de Vladimir Nabokov sobre Joyce y, cómo no, los textos afónicos de Samuel Beckett, otro irlandés ineludible que comparte nombre con nuestro protagonista. Sin embargo, a pesar de su interés indudable, la acción de Dublinesca está al servicio de otros elementos, como la preocupación por la estructura y el narrador, un rasgo éste que caracteriza las últimas novelas de Vila-Matas –sería el caso de Doctor Pasavento (2005) o París no se acaba nunca (2003)– y que le acerca a otros escritores europeos como W. G. Sebald y Claudio Magris.

Dublinesca se encuentra dividida en tres partes –los viajes al infierno suelen estarlo–, y cada una de ellas lleva por título el nombre del mes –mayo, junio y julio– en el que se desarrolla el relato. Pero si ya decíamos que la acción no estructuraba la novela, la sucesión de los meses tampoco. Utilizando una imagen procedente del fútbol, podríamos decir que quien estructura el juego es el balón, no los jugadores; y en Dublinesca el balón no es ni la anécdota, ni los personajes, ni tampoco el tiempo. El verdadero agente «estructurador» del espacio literario que traza Dublinesca es la voz narrativa. Un narrador en tercera persona, aunque en ocasiones el lector pueda llegar a pensar que se escucha hasta la respiración de Samuel Riba. Porque el narrador vila-matiano acosa, acecha y vigila a su personaje. Está tan cerca de él que al final del relato incluso reconoce la necesidad de distanciarse un poco. Un narrador obsesivo que se acaba confundiendo con el tema intelectual de su obra, lo que por momentos la convierte en una «novela de ideas».

Pero, ¿quién es en realidad este narrador, tan poderoso y tan escurridizo al mismo tiempo? ¿Será el fantasma de Riba? ¿La voz del niño que lo abandonó tan pronto? ¿O será el hombre con gabardina, el joven del mackintosh que aparece en el capítulo sexto del Ulises y se cuela en Dublinesca? ¿O quizás es Malachy Moore, el trasunto de Samuel Beckett? Tendrá que ser el lector quien elija entre éstas y otras tantas posibilidades, aunque lo más probable es que acabe decidiendo que en realidad el narrador vila-matiano orquesta las numerosas voces de estos personajes –reales y ficticios, vivos y muertos– en un polifónico canto fúnebre por la muerte del «yo», la primera persona del singular. Un canto fúnebre nada triste –recordemos que Dublinesca es una novela de pasiones alegres– pues del otro lado sin duda está esperándonos –sí, esperándonos– la primera persona del plural, un «yo múltiple» que el narrador identifica en ciertos momentos con el modo de hablar norteamericano. Como ha señalado Alan Pauls, la invención de este «yo múltiple» en las antípodas del solipsismo –pura conectividad, una suerte de delirio colectivo– seguramente es la apuesta más fascinante de la narrativa de Vila-Matas. Y la razón por la que Dublinesca es una novela de verdadera herencia joyceana.

No obstante, aunque el lector vaya a encontrarse con un nuevo y rejuvenecido Vila-Matas, no echará de menos al Vila-Matas de siempre, pues en Dublinesca también hay sitio para él. Como también hay sitio para las teorías literarias que tanto le gusta crear (y perder); para tomarle el pulso a la literatura contemporánea; y para hablar de esos seres a los que, como decía Bolaño, conoce tan bien: personajes que escriben y un día dejan de escribir; personas que leen y un día dejan de leer, o editar, que para el caso es lo mismo. Pero, por encima de todo, en Dublinesca hay espacio para el lector. Para ese lector con talento que Vila-Matas ha inventado a fuerza de entusiasmo durante todos estos años.

En el centro del libro encontramos un episodio memorable, protagonizado por Sylvia Beach, la entregada editora del Ulises. Es 2 de febrero de 1922 –el día en el que, por cierto, nació el padre de Riba– y van a dar las siete de la mañana. Sylvia Beach pasea inquieta a lo largo del andén de la Gare de Lyon, pues está esperando la llegada de los primeros ejemplares del Ulises en el tren de Dijon. El expreso llega y Sylvia Beach corre hacia el revisor. Éste le entrega el paquete con los libros, las tapas en azul griego y el título y el nombre del autor en letras blancas. «Era el cumpleaños de James Joyce, y el regalo de Sylvia Beach iba a resultarle inolvidable. Tal vez aquél fue uno de los grandes momentos secretos de la era de la imprenta, de la galaxia Gutenberg» [p. 155-156]. Esta carrera de Sylvia Beach por el andén de la Gare de Lyon condensa en sí misma todo el entusiasmo, ligereza y felicidad que Samuel Riba y el propio Vila-Matas buscan desesperadamente en Dublinesca. La misma que encontrará el lector en esta novela de pasiones alegres sin final feliz. Cuando la termine, acabará llamando baby a un Vila-Matas imaginario y repitiéndole las mismas palabras que le dirige Javier a Riba, «no se hable más, quiero dar contigo el salto inglés, te acompaño a Dublín y que sepulten bien a la pobre Francia» [p. 82]. Eso sí, mientras lee la novela no se olvide de escuchar A walk on the wild side, la canción de Lou Reed sobre la gente que se marcha a Nueva York y no envejece. Es su banda sonora y una conexión segura con el entusiasmo.

Publicado en revista Ínsula, diciembre 2010.

[C. O. O. - UNIVERSITÉ PAUL VERLAINE-METZ, Francia]

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