ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Vila-Matas (Foto Danilo di Marco)
Vila-Matas (Foto Danilo di Marco)




Victoria de Stefano, Carolina López & Enrique
Victoria de Stefano, Carolina López & Enrique




EL LUGAR DEL ESCRITOR

EDNODIO QUINTERO


Este hermoso y sugestivo título bicéfalo, que en sí mismo es una definición, alude a dos novelas clave de nuestra lengua, publicadas en los últimos 20 años: Historia abreviada de la literatura portátil (1985) de Enrique Vila-Matas y El lugar del escritor (1992) de Victoria de Stefano. Ambas conectadas por el flujo secreto de la escritura como una de las formas más radicales del ejercicio de la libertad, y por su carácter de piezas ligeras y compactas que contienen los elementos esenciales de las obras por venir de sus respectivos autores, obras en continuo crecimiento y transformación.

A Victoria y Enrique, amigos entrañables, dedico esta perorata que he titulado así:

UNA LECTURA BICÉFALA

El lugar desde el cual se escribe está impregnado por el genius loci o espíritu del lugar. Más allá de la redundancia, ese genius o espíritu determinará en gran medida aquello que se escribe. Por otra parte, el lugar, cualquier lugar, no es un espacio neutro, aséptico o aislado de su entorno. El lugar está fijado con coordenadas muy precisas enclavadas en el tiempo. Espacio y tiempo: tenemos entonces los elementos para una ecuación muy simple, de la cual deriva la velocidad. Y creo que de eso se trata, de velocidad, la que nos permite la huida hacia otros territorios, pues la escritura puede verse, si así lo queremos y deseamos, como una carrera, lenta o veloz, la tortuga o Aquiles, pero carrera en fin, contra el tiempo, es decir contra la muerte, la dama distinguida de Henry James que nos aguarda con su sonrisa pepsodent en la última línea.
      Pero antes de enfrentar ese “momento de la sensación verdadera”, permítanme detenerme en dos instantes de mi experiencia personal, ubicados en lugares muy diferentes y distantes, justamente en las antípodas, separados entre sí por 13.000 Kms. y por un tiempo de, a ver, digamos 45 años. En ambos sitios me veo sentado, doblado como un segador, trazando garabatos en un cuaderno, jugando a ser escritor. Al primer lugar lo llamaré:

      1. La llama de tres velas.
      Algunos ya lo saben, pues lo he dicho muchas veces: “Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña”, y por algún designio incomprensible, con el paso del tiempo me hice escritor, al menos eso es lo que he creído ser hasta el presente. Aunque escribía desde muy joven, no había entendido todavía que aquella afición por un oficio ajeno a la tradición de labriegos y pastores de mis ancestros, se iba a convertir en una especie de vicio o en un destino de elección. Yo escribía a ciegas, como un topo, y en aquel tiempo primigenio no existían en mí preocupaciones referidas al supuesto receptor de mis escritos, pues yo era mi único e hipócrita y unánime lector. Yo escribía como si fuera Adán.
      Elijo un instante de aquella época remota y un tanto bucólica. En diciembre de 1963 pasé las vacaciones de Navidad casa de mis tíos Marcos y Carmen en Las Mesitas, un pueblo de la Cordillera de Trujillo, ubicado a 2.140 metros sobre el nivel del mar, justo a una cuadra de la casa donde yo había nacido 16 años atrás. Mis tíos se acostaban muy temprano, y yo que he sido siempre trasnochador, aunque no insomne, me sentaba en un improvisado scriptorium a escribir. Embutido en mi chaquetón de piel de ovejo y alumbrado por la parpadeante llama de tres velas, en la mesa de cedro del comedor me abría paso en la espesa selva que iba trazando con mi enrevesada caligrafía sobre las páginas de un cuaderno, me abría paso como si braceara en la oscuridad, bregando con algunas frases que se mostraban esquivas, eludiendo la embestida de algún enemigo agazapado entre las sombras, y así, remando y remando en aquel proceloso Mar de los Sargazos lograba llegar exhausto y feliz a la alta madrugada. Al día siguiente, mientras me cepillaba los dientes, desde el fondo del espejo un adolescente ojeroso me miraba con una sonrisa cómplice, y yo le devolvía la sonrisa sabiendo que compartíamos un terrible secreto.
      ¿Qué cosas escribía el joven montañés en aquella época, que vista desde la perspectiva de casi medio siglo nos resulta francamente mítica? ¿Qué historia intentaba plasmar en esos cuadernos iniciales? Si nos acercamos al aprendiz de escribano, en punta de pies para no espantarlo, veremos que se trata de un relato, la lectura de un solo párrafo lo delata. Y descubrimos que el título es por demás premonitorio, sintomático, apropiado como un juego de abalorios, preciso y sin desperdicio: “El aprendiz”. Sí, tal vez no era yo un artífice de la escritura, pero los títulos se me daban bien.
      “El aprendiz” es un relato que recuerdo con nitidez. Lo escribí de cabo a rabo en jornadas nocturnas durante esas felices vacaciones, y luego lo guardé en el baúl verde de madera donde iban a parar mis trabajos perdidos y algunas cartas de amor. Que una inolvidable noche de luna negra, en compañía de mi hija quinceañera convertimos en una fogata en el patio de nuestra casa de la montaña. Recuerdo que alrededor de esa fogata bailamos como apaches.
      “El aprendiz” debe haber sido el primer relato más o menos extenso que logré terminar. Y su tema único e indivisible era el viaje, pues en aquel tiempo mi mayor ilusión era viajar. El aprendiz, que en su infancia de montañés había sobrellevado una serie de calamidades, pérdidas, muertes, peleas con el demonio en algún escondido matorral, despedidas y dolores de muelas, se aprestaba a emprender una larga travesía, que imaginaba poblada de aventuras con sirenas y dragones, y de la cual no pensaba regresar. Antes, antes de nacer, quiero decir, había tenido que sortear una caída, una caída amniótica, de la cual, a pesar de la opinión contraria de algunos escépticos, conservaba un vivo recuerdo y una huella profunda como una herida que no acababa de cicatrizar.
      Tal vez por haberlo convertido en cenizas, podría reconstruir el relato en todos sus detalles. Sólo me limitaré a recordar una escena, allá por el final. Luego de un dilatado periplo por las islas del sur, del sur de Indonesia, supongo, donde el adolescente viajero transformado en un hombrón de barba tupida como la de mi tío Marcos se había amancebado con una javanesa de ojos de culebra; luego de una serie de peripecias, nuestro héroe arriba a un puerto de nombre enigmático: Yokohama. Ahí le perdemos la pista, pues lo demás, como decía el gran poeta inglés, es silencio… y cenizas. Silencio y literatura. La literatura del silencio. La literatura al servicio de la nada.
      Para el aprendiz de escritor, Yokohama sería apenas un punto entrevisto en algún mapa, y tal vez ni siquiera tuviera relación alguna con el país donde nace el sol. Supongo que mientras en la fría noche de la montaña, alumbrado por la llama de tres velas, ignorando la existencia de un magnífico escritor llamado Gaston Bachelard, yo me adentraba en el relato, lo que ansiaba de verdad era viajar. La literatura, con sus espejismos de papel, podría aguardar. Y a falta de una carabela, de un globo aerostático o de un helicóptero, yo viajaba como un jinete eléctrico en las páginas de mi cuaderno.

      2. En un café de Tokyo.
      Vine a Yokohama porque me dijeron que acá había vivido un tal Junichiro Tanizaki. La distancia entre Yokohama y Tokyo, a bordo del tren bala llamado por los japoneses shinkansen, se cubre en 45 minutos. Los que no han visitado San Francisco afirman que en Yokohama se encuentra el Barrio Chino -de un lujo asiático- más espectacular del mundo. Me encanta Yokohama. Debo haberme trasladado, sólo por el placer de estar allá, algo así como media docena de veces hasta ese luminoso y vivaz puerto del lejano Oriente. Pero mi destino final en un viaje privilegiado a Japón -tras las huellas de Tanizaki y Miri Hanai- fue la esplendorosa ciudad de Tokyo. Allí viví un año entero (entre el 2006 y el 2007), allí creo haber sido feliz, y como dijera J. L. Borges, a quien vislumbré en una rara ensoñación volando en globo en compañía de la Kodama -que tomaba fotos a diestra y siniestra con una camarita digital- sobre los rascacielos de aquella radiante metrópolis: fatigué sus calles, avenidas, parques, puentes y portales. Y en un Café del céntrico y elegante barrio de Ichigaya, apenas a dos cuadras del histórico sitio donde el archifamoso escritor japonés Yukio Mishima se hiciera el seppuku (切腹) un aciago día de finales de noviembre de 1970, justo al lado de la Academia Kumon donde yo batallaba, literalmente, tres veces a la semana con el incomprensible y elusivo y sonoro idioma en que el escritor descabezado había escrito sus magistrales narraciones, en ese Café, en sesiones continuas de tres a cuatro horas, y en un período de apenas tres meses y medio, escribí una novela. Una novela que comienza así:
      “Yo venía de vuelta a casa luego de una estancia dilatada en una recóndita región de las montañas del sur. El viento de la peste y ciertos signos en el cielo, que prometían desgracias y calamidades, me habían impulsado a huir hacia aquellos lejanos territorios que en mi lejana juventud llegara a conocer como a la palma de mi mano”. Más adelante aparecen los compañeros de viaje del protagonista, un perro y un caballo, Bandido y Lucifer. Y muy pronto sabremos que el jinete se ha retirado durante cuarenta días a un páramo yerto con el propósito de recuperar la capacidad de soñar. Lo que sucede luego, creo que a nadie le importe, pues la novela, aunque todavía no ha sido incinerada, permanece guardada en un baúl sin color del cyber espacio, allá por los dominios de gmail. Escribir para nadie y para la nada. Lo que sí le importa al supuesto autor, y de momento único e hipócrita y unánime lector, a propósito de esta disquisición parecida a una perorata de apestado, es el lugar del escritor.
      El genius loci, del que hablamos al principio.  
      En un Café de Tokyo, un sitio parecido a la locación de una película de Wim Wenders, codirigida por Sofia Coppola, con un decorado ultra vanguardista, y de un confort y sofisticación difíciles de describir, rodeado por emos, cosplays y los más variopintos personajes del comic nipón, ejecutivos con sus maletines de cuero de marrano y diminutas y preciosas muñecas vestidas para matar; en aquel lugar tan parecido a un escenario de ciencia ficción, escribía yo, doblado sobre mi libreta de papel de arroz, un relato enloquecido, con mucha sangre derramada, ubicado en el otro extremo del mundo, en un páramo de Trujillo. Un relato crudo y descaradamente autobiográfico, en el cual mi padre, don Felipe Quintero y mi escurridizo hermano Argenis aparecen con sus atributos y sus nombres propios.
      ¿Y cuál era, preguntarán ustedes en un eco que resonará en las montañas agrestes de mi país natal, cuál era el tema de aquel relato ancestral? El viaje era el tema de mi relato: ¿es eso lo que querían saber? Pues lo que yo más ansiaba cuando escribía en el Café de Ichigaya era viajar. Volver a las estancias familiares donde había nacido sesenta años atrás. (No es de extrañar que la segunda parte de esa novela bicéfala se llame justo así: “De vuelta a casa”). Lo demás es silencio, cenizas, moscas, elija cada quien su menú. El final no tomará a nadie por sorpresa, todo es previsible, al menos así lo veo yo.
      El adolescente que se creía un hombrón hecho y derecho, con su brújula, sus cartas de marear y la espesa barba del tío Marcos, desembarcó una tarde de tormenta en el puerto de Yokohama. Vivió una vida entera en los suburbios de Tokyo. Y a los sesenta años, sentado en la silla de un Café, allá por Ichigaya, como el jinete del cubo de Franz Kafka urgido de carbón para alimentar la chimenea en el invierno inclemente que se aproxima, intenta en vano regresar a su remoto hogar en las antípodas. Y tal vez la única manera de lograrlo será la de seguir galopando como un jinete eléctrico sobre las páginas de su cuaderno.

Mérida, 9 de julio de 2009

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