Un rayo de sol en Tokio
(Foto de Ednodio Quintero)
Foto de Ednodio Quintero
Foto de Ednodio Quintero
Hotel Líos- Tokyo 2007
Foto de Ednodio Quintero
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UN SUEÑO EN SANGENJAYA
EDNODIO QUINTERO
Soñé que me estaba muriendo. No estaba agonizando ni sufría ningún dolor. Pero un médico había sentenciado que me quedaban apenas unas horas de vida. Y yo me había acostado en el suelo, en un futón, muy tranquilo, como si acabara de volver de una excursión, a esperar la llegada de la Pelona o de la Dama Distinguida como la llamaba Henry James. No recordaba que el médico de marras me hubiera examinado, pero al parecer su pronóstico era irrebatible e infalible. Una persona entraba de vez en cuando a mi habitación o se asomaba un momento a la puerta, como si estuviera pendiente de mí y me vigilara. Me di cuenta que era mi madre, que afuera en la cocina conversaba con alguien. Supuse que se trataba de Alicia, que había venido a despedirme.
El hecho de que de un momento a otro ya no estuviera yo en este mundo no me causaba ninguna preocupación en especial, tampoco me entristecía, más bien sentía cierto alivio. Y aunque no puedo recordar que estuviera feliz, creo que me sentía contento y satisfecho. Seguramente, si me quedo dormido, ya no despertaré ―pensé como si se tratara de algo trivial. Mi madre entró y me ofreció algo de comer, y le dije que no tenía hambre ni tampoco sed.
Poco a poco me fue invadiendo una sensación de paz y serenidad como si flotara en un colchón relleno de nubes. Y me dejé llevar por una ola tibia que me mecía con suavidad como si todavía, a mis escasos siete meses, estuviera en la cuna de madera que había labrado mi abuelo Rufino, un regalo para el primogénito de su hijo Felipe, mi papá, usando los restos de las tablas con las cuales había elaborado su propio ataúd. Era una cuna preciosa, de cedro de la montaña.
De pronto tuve la certeza de que no iba a morir, al menos no en aquella oportunidad. El médico se había equivocado en su diagnóstico, y yo no sufría ninguna enfermedad letal. Lo supe con seguridad, no como una intuición o un deseo. Todos, incluyendo a éste que está aquí, se habían creído la historieta de mi inminente deserción. Y me tocaba a mí hacer lo que fuera necesario para desmentir aquel malsano rumor. Entonces me levanté de mi lecho, sereno como un rey que se despierta de una reparadora siesta en su jardín. Y le anuncié a mi madre y a Alicia ―sí, era ella la que había venido a despedirme― la noticia. La recibieron con alegría contenida, sin aspavientos, tal vez pensando que se trataba de un milagro o quizá (y esto se me ocurrió después) de una de esas recuperaciones momentáneas de los moribundos llamadas “alegría de tísico” a la que sigue el inevitable final.
Debo confesar que al saber que todo aquel tinglado había sido una falsa alarma se produjo en mi interior, allá en la mente, supongo, y sobre todo en mi corazón de pedernal, cierta euforia sosegada. Se me estaba concediendo un nuevo plazo en esta vida terrenal, que lo aprovecharía, ya no me quedaba ninguna duda, para dedicarme a hacer alguna de las cosas que más me han dado placer.
Al despertar, una mañana soleada de finales de otoño en mi precioso y provisorio apartamento ubicado en las putas inmediaciones de Sangenjaya, en Tokio, la ciudad de Godzilla, la ciudad de mis amores, recordé el sueño reciente con nitidez. Para mi satisfacción, en los casi cien días que llevo viviendo en Sangenjaya he estado soñando con cierta frecuencia. Y los sueños, algunos muy breves, son siempre curiosos y muy definidos, como en alta resolución. Descubrí con cierto asombro que en ellos abundan los colores. Y así pude resolver un antiguo dilema, pues algunos nostálgicos del cine mudo aseguraban que se sueña en blanco y negro. Recuerdo que en uno de esos sueños, ubicado en un parque japonés, tal vez el Parque Inokashira en Kichijôji ―muy cerca del sitio donde se suicidó en compañía de su amante el escritor japonés Osamu Dazai―, había una hilera de árboles frondosos de flores amarillas muy vistosas, sin duda Araguaneyes, que es el árbol nacional de mi país. Y me preguntaba, mientras disfrutaba de aquella explosión cromática que flotaba en el aire como remolinos de polvo de oro, cómo habían hecho semejantes árboles patrios para adaptarse a un clima tan diferente, a menudo hostil. Hace poco soñé con un gran puente en forma de arco como los que aparecen en los grabados de Hokusai y Hiroshige. Caía una ligera llovizna y yo venía atravesando el puente. Había varios pescadores con cañas largas ubicados a orillas de la baranda protectora, y por lo que alcancé a ver la pesca era abundante. Uno de los pescadores en ese preciso momento estaba sacando un pez de tamaño mediano que reconocí enseguida como una trucha arco iris. La pesca de la trucha, una actividad más bien solitaria y melancólica, que se practica en los ríos y lagunas de montaña, es quizá el único de los deportes que todavía me apasiona. Qué raro, pensé, truchas en el río Sumida. Ese río atraviesa Tokio por los lados de Nihombashi, muy cerca de donde nacieron a finales del siglo XIX Junichiro Tanizaki y Ryunosuke Akutagawa.
No acostumbro interpretar los sueños, pero este último, de hace apenas unas horas, no deja de llamarme la atención. Y más que una interpretación quisiera indagar en sus causas. O en sus orígenes. ¿Por qué lo soñé? Antes de dormirme, muy tarde en la madrugada, leí un cuento de Ryunosuke Akutagawa titulado: “La iluminación creadora”. Me parece raro que no haya leído ese cuento antes, pues figura en una traducción al francés de una antología preparada por Arimasa Mori, uno de los mayores estudiosos de la obra de Akutagawa. Aprecio muchísimo esa traducción, en particular por el prólogo, que es en realidad un estudio crítico fundamental, y que según cuenta el propio Mori le llevó diez años de trabajo. Y si he dicho que me parece raro no haber leído el cuento antes es porque durante los últimos dos meses he estado inmerso en la escritura de una biografía (a decir verdad, un ensayo biográfico) de Ryunosuke Akutagawa. Y al ordenar el corpus de los cuentos, unos cuarenta y tantos, que he leído y releído (en traducción, claro está, pues no puedo leer en japonés) para seleccionar los diez que analizaré a fondo en el cuarto y último capítulo, caí en la cuenta de que por alguna razón extraña me había saltado “L’illumination créatrice”.
A propósito del libro (Rashômon et autres contes), traducido y prologado por Mori, que contiene 15 cuentos de Akutagawa, recuerdo lo siguiente. En mayo de 1977 estaba yo en Costa de Marfil en un viaje de estudios, y en Abidján, la capital, donde pasé la mayor parte de los cuarenta días de aquella experiencia alucinante, conocí a Henri-Felix Maitre, un Ingeniero Forestal francés con quien entablé una amistad de esas a prueba de balas, impermeable y perdurable, al menos hasta el día de hoy, 34 años después. Con Henri-Felix compartí aventuras y lecturas. Allá, en una cabaña que era un oasis de frescura en aquel calor infernal, leí El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Leí Un bárbaro en Asia de Michaux. Leí Impresiones de África de Raymond Roussel. En una destartalada librería de Abidján descubrí la antología de Arimasa Mori, y como ya conocía algunos cuentos de Akutagawa, como “Rashômon”, “Kesa y Morito”, “En el bosque” y “El biombo del infierno”, que me habían impresionado, me precipité sobre aquella soberbia selección. Pero no alcancé a terminarla ya que mi regreso era inminente, y le dejé el libro a Henri-Felix pensando que en París, donde todavía me aguardaba una estancia de dos meses, podría encontrar otro ejemplar. No sé cuántas librerías recorrí buscando el bendito libro, hasta que un librero comprensivo me explicó que estaba agotado desde hacía varios años. Por suerte, lo reeditaron 11 años después y así pude al fin encontrar el ejemplar que ahora utilizo como si se tratara de una Biblia. Pero no me pregunten cómo y dónde lo encontré, pues quizá se trata de un libro encantado o de uno de esos objetos propicios para ocasionar en quien lo posea un olvido providencial.
Vuelvo al cuento de Akutagawa, quien muriera la madrugada del 24 de julio de 1927 abrazado a una Biblia de verdad luego de haberse tragado una dosis letal de veronal. “La iluminación creadora” es un cuento genial, como casi todos los que escribió Akutagawa. Pertenece a lo que los estudiosos de su obra llaman cuentos históricos, que abarcan en la práctica los primeros cinco o seis años de la fulgurante y breve carrera del autor. Su fuente principal es el Konjaku monogatari, una antología de cuentos de la India, China y Japón de finales del siglo XI. No obstante, “La iluminación creadora” está basado en acontecimientos más recientes. En el cuento se narra un día en la vida del famoso escritor japonés de la época de Edo conocido como Bakin (1767-1848), autor entre otros monumentales proyectos, del Hakkenden, una novela de aventuras muy popular en su tiempo, lo que en la actualidad equivaldría a un best seller, publicada por entregas a lo largo de 27 años, que alcanzó los 96 volúmenes. Un día de crisis existencial y creativa para un Bakin sesentón que sale temprano a bañarse en unas aguas termales donde lo aborda un entusiasta lector y donde casi al mismo tiempo escucha entre los vapores que emanan del agua caliente la voz chillona de un crítico que despedaza su obra con ferocidad. Llega a su casa abatido y se encuentra con su melifluo editor que lo presiona para que le entregue un manuscrito y que intenta jugar con su amor propio hablándole de otros escritores de éxito, sus rivales. Se libra del intruso, y, por suerte, aparece un amigo pintor y artista excepcional, Watanabe Kazan (1793-1841), que le trae un precioso regalo: una pintura que acaba de terminar, a la que considera su obra maestra. Sorprendido y agradecido por el regalo, sostiene con Kazan un diálogo profundo acerca de la creación, y el pintor, que ha percibido el espíritu pesimista que se está adueñando del escritor, lo alienta a persistir en su obra, lo anima a continuar escribiendo sin atender las voces agoreras que pululan en su entorno. Al quedarse de nuevo solo, Bakin intenta retomar su trabajo y al leer lo que ha escrito en las jornadas anteriores se sume en una profunda depresión pues encuentra que aquellas páginas son débiles, descosidas y sin ningún sentido. Al final regresa su familia, formada por su mujer, su nuera y su nieto, que habían salido temprano a visitar un templo en Asakusa. El nieto de Bakin, un niño muy avispado de unos cinco años, le trae a su abuelo un mensaje de Kannon, la Bodhisattva del panteón budista, considerada como la diosa de la compasión.
En resumen, el cuento de Akutagawa representa la búsqueda de la iluminación por parte de un artista en momentos de gran confusión. Y, seguramente, al escribirlo estaba exorcizando sus propios demonios, sublimando de alguna manera sus dudas en torno a la creación. Ambos, Bakin y Akutagawa eran muy sensibles a las críticas, tal vez hipersensibles a las mismas, hasta el punto de que Bakin se negaba a leer aquellas que no lo favorecían, hechas ex profeso con envidia y mala intención. Y la única manera que tenía de afrontar la algarabía del mundo exterior y sus propias dudas era la de sentarse a escribir con tesón, día a día, noche a noche, hasta llegar al punto final. Y luego recomenzar.
Tal vez sea ese el mensaje de mi sueño de muerte. Bakin y Akutagawa me hacen señas desde el más allá para que aproveche el tiempo que me ha sido concedido. Para que lo emplee haciendo una de las dos cosas que más satisfacciones me han dado en esta vida terrenal: escribir.
Ah, en cuanto tenga oportunidad, antes de que culmine este año, iré hasta Asakusa y me encomendaré a Kannon.
Sangenjaya, Tokio: 21 de noviembre de 2011. |