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SALTO DE CLAQUÉ
IGNACIO VIDAL-FOLCH
Empezaré hablando del primer libro de V-M, acabaré hablando del último, y, en medio, hablaré de otros libros que escribió entre el primero y el último, esos libros que… que son como la versión escrita de la famosa foto donde Yves Klein se arroja alegremente al vacío….
Una noche de diciembre de 1974, o sea hace cuarenta años, entré, como solía hacer casi cada noche, en el Drugstore del paseo de Gracia, y estuve, como siempre, mirando las novedades de la librería. Allí vi un delgado e intrigante libro de cubiertas plateadas, con un paisaje de la bahía de Cadaqués, que no pude menos que comprar, atraído por la prosa experimental, sin puntos ni comas, ardua o ininteligible, lo que entonces era un plus, un desafío, un ponerse a prueba interesante, y atraído también por el asunto del que parecía que trataba el tema: en un pueblo con un paseo marítimo que discurre entre villas con nombre de mujer, el hijo de una familia burguesa, a la vez convencional y chifladita, tiene un amor y una vida mental… y no recuerdo más. Suficientemente evocador, sin embargo. Pero no fue aquello tan atractivo y moderno lo que me incitó a adquirir el libro, ni la tipografía del título provocadoramente dispuesta al revés como vista en un espejo, o sea, aquella presencia de interesante fetiche plateado. Lo que más me impactó fue el final del texto que como se suele hacer al ojear un libro consulté y que en adelante he recordado de memoria “…mi padre en elástico salto de claqué cae sobre un cojín donde el naranja se extiende y fragmenta en gránulos en los que caben los sueños más espesos para mitigar su desfallecimiento en el bermellón del sofá donde sofocadamente se rinde a mi mirada.” Esa simultaneidad en la misma frase de la descripción de una escena de la vida familiar subvertida por el ridículo, lo grotesco o teatral, con la alusión puntillista o atómica o a la penetración de las apariencias por la conciencia alterada por una droga, asunto muy a la moda en aquellos primeros años setenta, y con la sugestión también del ojo del narrador-observador-hijo como juez y vencedor de la figura del padre juguetón, triple subversión y una sola frase, fue un reclamo suficiente y volví a casa con el libro en el bolsillo. Resultó que el libro fue para mí decisivo. ¡Y no menos decisivo fue el nombre y apellido del autor! El nombre de tres sílabas sonoras, como el mío, y el apellido compuesto, como el mío, y encima bastante parecido. Hasta entonces yo sentía un profundo interés por la literatura e incluso la reverenciaba; me parecía que escribir, y encima publicar eran cosas reservadas a otra clase de seres humanos, preferentemente antiguos y mejor si extranjeros, y mejor aún si ya muertos después de haber vivido tiempos interesantísimos, tipo Sartre y Camus. Para ser un autor habías de vivir en alguna encrucijada de la Historia con el Lenguaje, y no en los tiempos fofos y la sociedad tartamuda que en mi opinión era la que me había tocado en suerte. Ahora el reflejo de aquella mujer en el espejo me guiñaba el ojo y me venía a decir que se podía hacer, ¿por qué no? Aunque uno tuviera dieciocho años, y estuviera aquí y ahora. De hecho me decía: “Atrévete”. Fuese un buen o mal consejo, fue irreversible.
Así pues como el primer libro de V-M, no siendo ni de lejos el mejor de los suyos fue tan importante, nada tiene de extraño que haya leído los muchos que desde entonces ha ido publicando con una periodicidad y calidad sostenidas que han hecho de “el libro de V-M” una cita anual, para mí como para tantos otros lectores. Una tradición civilizada, una tradición de sorprenderse. El reencuentro suele tener en mi caso un efecto euforizante y renueva la invitación a la audacia y a la alegría y al claqué que me fue cursada a los dieciocho años una noche en el Drugstore del Paseo de Gracia.
Sus obras maestras, o sea las novelas que yo prefiero, giran en torno al tema del sentido de la literatura, sobre su posibilidad o imposibilidad, sobre la tentación del silencio que le asalta a uno cuando siente que la cultura se inventó porque la vida no bastaba para satisfacer ciertos anhelos hondamente humanos, sólo para encontrarse con la evidencia de que tampoco los colma (pues la cultura no es ese tobogán secreto que sueña el narrador de una de esas novelas, el tobogán por el que se desliza y por el que puede irse del hotel sin pagar la cuenta). Suelen presentarse como un informe, como un ensayo o un reportaje sobre fenómenos artísticos y literarios que habían hasta ahora pasado desapercibidos, y son las siguientes:
Historia abreviada de la literatura portátil es un manifiesto contra la solemnidad académica y a favor de la ligereza y flexibilidad, por el entusiasmo y contra la sensatez, por el viaje y contra el sedentarismo, en contra de los convencionalismos y a favor de las voces más particulares en la gran tradición de la literatura y las artes de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX. Más allá de la República de las Letras, postula el libro, existió una sociedad secreta transeuropea, de creadores comprometidos con las ideas de ligereza, de brevedad, de capricho y de irreverencia o insolencia, y en constante nomadismo entre las capitales europeas; estas “máquinas solteras” iban y venían, en trenes y aviones y barcos, conspiraban y se separaban, no recuerdo por qué exactamente, pero era muy refrescante, y para imaginar y escribir la historia de esa sociedad secreta se requería de un cronista con ciertas agallas, para reconstruir las relaciones hasta entonces nunca detectadas entre Kafka y Apollinaire, atribuirles una correspondencia y una bibliografía… y liquidar por elevación en esas pocas páginas –un libro coherente con su título y con sus protagonistas—la legitimidad de las distopías novelescas y “what if’s” que hoy son una plaga.
Bartleby y compañía es un contenido ditirambo a la literatura considerada desde la posición de muchos autores de una sola obra, autores de una obra breve, autores sin obra, o que renunciaron a ella, como el lord Chandos de Hofmannsthal, que siente la miseria de la literatura y su incapacidad para reflejar y explicar fielmente el sentido y los fenómenos de la vida y renuncia a ello, de lo que nos enteramos precisamente por la carta que envía: escritura que renuncia a la escritura.
Por muchos conceptos Bartleby es un libro tan conmovedor e interrogante como divertido. Sobre la distinguida nómina reunida bajo el padrinazgo del personaje de Melville que “preferiría no hacerlo”, destaca Pepín Bello, aquel gran hombre modesto que fue una figura apreciada e influyente para Buñuel, Lorca y Dalí, que les sobrevivió, y que a pesar del gran talento que le adornaba dejó, por toda obra, la siguiente composición:
El ateneísta
el ateneistae
el aiteineistaie…
Es una mezcla de ateneísta y
de erisio que me ha subyugado.
De hecho, los personajes reunidos en Bartleby llevan a su conclusión lógica la ley que anima a los personajes de Historia abreviada: éstos hacen poco, aquellos prefieren directamente no hacer nada, dejar de hacer.
París no se acaba nunca es la “memoria”, la historia encantadora de un joven apasionado por la escritura y por lo demás lleno de ideas cándidas y tópicas sobre la actitud que hay que sostener para dedicarse a escribir, en el París mitológico de las generaciones perdidas, la bohemia dorada y Marguerite Duras.
Vienen, por fin, dos libros que postulan el optimismo del que observa que la hora más oscura es justo antes del amanecer: so pretexto de la expedición de un editor ya entrado en años al Dublín de Joyce, Dublinesca es una meditación sobre la persistencia y triunfo de la literatura en tiempos de barbarie y de crisis multiforme. Kassel no invita a la lógica, hasta ahora el último libro de este autor, es otra celebración de la audacia y a la aventura de crear fuera de los caminos trillados, en este caso en el marco de la famosa feria de arte contemporáneo.
He valorado siempre la frescura, la desenvoltura juvenil de un autor ahora ya maduro en años y en realizaciones, el sentido del humor radiante -a veces hilarante, como en el primer capítulo de El viaje vertical o en cada página de Kassel-, dentro de un empeño que es grave y serio. Y hablando de “humor” en todo el sentido de la palabra, recordaré, para acabar, que una novela no es un artefacto compuesto sólo de personajes, de tramas y de tesis; está compuesto (perdón por la obviedad) de frases, de palabras, y es muy característico de las de V-M su modesto, limpio y preciso registro verbal, su renuncia, por cortesía con el lector, a recursos que domina o que podría impostar, y la particularidad inconfundible (aunque ignoro si deliberada o instintiva) de su manejo de la sintaxis: el orden de las palabras en la frase contribuye a generar atmósferas y efectos cómicos y extraños, en los que el lector reconoce de inmediato la misma voz que viene oyendo desde hace tantos años, cada vez más depurada y cada vez más entonada. “Literalmente” inimitable.
[texto publicado por I V-F en septiembre 2014 con motivo de la concesión a V-M del premio Formentor de ese año]
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