“Escritores de su rango no abundan, ni aquí ni en ninguna parte y de sus muchas pieles, sacamos retales para hacernos abrigos contra los fríos que corren” (Ray Loriga).
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NO DEJA DE SER UNA PARADOJA
J. ALBACETE
No deja de ser una paradoja -y, a la vez, un triunfo singular de la literatura- que el más “excéntrico” de los escritores españoles se haya acabado colocando, de alguna forma, en el centro mismo del escenario literario. Máxime cuando él mismo ha hecho todo lo posible por huir y alejarse de ese escenario, manifestando, una y mil veces, que había renunciado a ser “un escritor español” (e, incluso, que se había aplicado a sí mismo la ley de extranjería).
Ahora bien, hay que matizar enseguida que si Vila-Matas ha alcanzado (incluso contra su voluntad) esa posición relativamente “central” no ha sido sino sobre la base de haber dinamitado previamente la idea misma de un centro fijo (el supuesto “canon” inamovible de un cierto tipo de “realismo español”) y de haber creado después, a lo largo de una trayectoria de más de tres décadas, una tupida red de centros móviles o, más exactamente, un complejo sistema de señalizaciones, múltiples y dispersas, que van desde la literatura portátil a la actitud “shandy”, desde el silencio “bartleby” al “mal de Montano”, desde el escritor desaparecido al autor reencontrado, que han “rebalizado” todo el mapa literario y provocado una sacudida sísmica en el interior de un sistema que tiende, continua y espontáneamente, a recaer en la ramplonería y en el casticismo.
Cuando en 1988 Vila-Matas publicó “Una casa para siempre”, dos conocidos críticos literarios españoles destrozaron la novela y, con escasa amabilidad, le mostraron la “puerta de salida”. Mejor que no la hubiera escrito, concluyó uno. Al año siguiente, el libro fue seleccionado, junto a otro de Javier Marías, entre las mejores traducciones publicadas ese año en Francia. O más sintomático todavía: mientras una parte de la crítica española lo ignoraba (o incluso lo mandaba callar), un Bolaño todavía muy poco conocido, y aún nada reconocido, reivindicaba ya a Javier Marías y a Vila-Matas como los verdaderos precursores y auténticos fustes de la nueva narrativa en lengua española. Como era de esperar, esa declaración, en aquel momento, no movió un milímetro los muros de la incomprensión.
Y es que Vila-Matas -como en cierta forma le ocurrió también, en su día y en otro ámbito, a Almodóvar- nunca fue un escritor que contara, de antemano, con un público hecho, un público que estuviera, por así decirlo, “esperando su obra”. Al contrario. Vila-Matas ha forjado a pulso, novela a novela, relato a relato, “su” propio público: lo ha creado, prácticamente, ex nihilo, de la nada. Nunca escribió para un público espectante ni para una crítica entregada: nunca se planteó hacer la gran novela sobre la guerra civil, ni la gran novela sobre el franquismo, ni la gran novela de la transición: ese “ideal” que ha despeñado tantas vocaciones literarias, incluso muy insignes, y ha generado tantas frustraciones (tantas que, a pesar de los ímprobos esfuerzos dedicados, esas “grandes novelas” aún están por escribir).
En lugar de elegir esa conocida senda hacia el cementerio de los elefantes, Vila-Matas eligió una vía intransitada, nueva, solitaria, un camino lleno de sambenitos (elitista, dandy, metaliterario, compilador de citas) y de áridos desiertos, una vía que hundía sus raíces más profundas en las experiencias literarias más hondas y esenciales del siglo XX (Walser, Kafka, Joyce, Beckett, Roussel…. Perec) y miraba de reojo a la gran literatura europea contemporánea (Magris, Banville, Sebald, Michon…), con el objetivo, inconfesado pero persistente, de levantar un proyecto narrativo distinto, propio y a la altura de los grandes.
¿Dónde reside la singularidad, cuál es la auténtica “marca de aguas” que distingue la literatura de Vila-Matas?
De entre cien destacaría dos signos relevantes. El primero es la construcción del texto narrativo como un tejido intertextual, que se abre continuamente a referencias múltiples (el texto como eje de una experiencia literaria, cultural o artística mucho más amplia que él mismo: como impulso o palanca para leer otros textos, oír determinada música, ver determinadas películas, frecuentar ciertas obras de arte, con las que el texto de Vila-Matas está, por así decirlo, en íntima “comunión”, y que ayudan a perfilar y completar el sentido del relato); un tejido en el que, además, se anuda y despliega una relación siempre nueva entre vida y literatura, una relación de simbiosis, que supera las dicotomías y abre paso a una experiencia radical de síntesis.
El segundo signo de relieve que destacaría es el “tema” (horrible palabra, pero insustituible) de la identidad personal. Toda la literatura de Vila-Matas es, en efecto, un perpetuo cuestionamiento de las identidades fijas, obligatorias, inmutables, consagradas, y una invitación continua a fugarse de ellas, a cuestionarlas, a romper sus moldes, a protagonizar una fuga sin fin de sí mismo…, haciéndose extranjero, desdoblándose, creando heterónimos y multiplicándose, cambiando de vida, de ciudad, de hábitos, de nombre, usurpando la vida de otros… Los personajes de las novelas de Vila-Matas protagonizan viajes sin retorno en busca de otras identidades, de ser otros. O, como afirma Alan Pauls, en su literatura habita la gran voluntad de “vivir una vida diferente”.
En el diverso, múltiple y cambiante proyecto narrativo de Vila-Matas anida, de alguna manera, el quijotesco propósito de “combatir la realidad con la ficción”. La tarea del escritor no es reproducir, ni copiar, ni imitar la realidad, que en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad es inasible, inenarrable. Quienes toman ese camino se despeñan por una vía sin salida o caen en la absoluta puerilidad. Para que la vida y la realidad cobren verdadero sentido, tienen que ser “narradas”. Sin narración, no hay sentido.
La tarea del escritor no es, por tanto, imitar la realidad, sino buscar la verdad. Realidad y verdad no son la misma cosa. Confundirlas lleva a postular un tipo de narrativa prolija y detallista, que cree que cuanto más empírico y prosaico es el escritor, más cerca está de la verdad. En realidad, lo que ocurre es que, cuantos más detalles acumula, más se aleja de ella.
La verdadera, la buena, la gran literatura opera sin esas servidumbres. Sus armas son otras: la imaginación, la ironía, el lenguaje, una mirada descarnada y valiente, el concepto de la literatura como una aventura de riesgo, una clara visión de la topografía literaria en la que insertarse, una cosmovisión poética del mundo, ningún miedo a la soledad y al fracaso (“la pureza de Kafka está en su condición de fracasado”, decía Benjamin). Sólo en este tipo de pilares -cree Vila-Matas- puede cimentarse una escritura que salvaguarde el impulso ético de buscar la verdad.
Esta concepción tan inusual de la literatura es la que, curiosamente, acaba por entroncar a Vila-Matas con la tradición cervantina. ¿Tradición? En realidad, la literatura española ha sido bien poco cervantina. Por no decir que no ha sido cervantina en absoluto. Vila-Matas es, también en ese sentido, una clamorosa excepción.
Desde “La asesina ilustrada” (1977, libro primigenio que pretendía provocar la muerte de quien lo leyera) hasta “Dublinesca” (2010, parodia del entierro de la era de la imprenta), la obra de Vila-Matas, tejida con un lenguaje cristalino, sin barroquismos ni exuberancias, ha conseguido levantar un edificio narrativo que, cuajado de obras maestras (desde “Historia abreviada de la literatura portátil” hasta la gran trilogía formada por “Bartleby y compañía”, “El mal de Montano” y “Doctor Pasavento”) lo han acabado erigiendo en una referencia, no sólo de nuestra literatura, sino del concierto literario mundial.
(7 octubre 2011, 13:03 pm, blog Santuario)
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