ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Antonio Di Benedetto
Antonio Di Benedetto


Zama. Antonio Di Benedetto
Zama. A. Di Benedetto





My Two Worlds, Sergio Chejfec
SOBRE EL BRILLO EN LA OSCURIDAD

SERGIO CHEJFEC


Una madrugada de 1985 me tocó estar en la pizzería El cuartito, en la calle Talcahuano de Buenos Aires. Era hora de cerrar: la santamaría de la puerta ya había caído y dos mozos ponían las sillas patas arriba sobre las mesas. Por entonces esta pizzería era más barrial, sin la luz abundante que tiene ahora y con las paredes menos decoradas con fotos y recortes de prensa. Aquella noche cerca de la entrada se demoraba un señor mayor, hacía rato que había terminado el plato y la bebida, y ahora estaba concentrado en contar unos billetes que iba extrayendo del montoncito que había puesto sobre la mesa, presumiblemente para pagar. Los mozos hacían gestos de impaciencia cuando pasaban por detrás de él, pero también de complicidad, como si lo conocieran, lo cual se traducía en algo parecido a la burla. El hombre se inclinaba para ver mejor el dinero y daba la impresión de que nada podría distraerlo. Era invierno, llevaba ropa gruesa y bastante holgada. Y entre la barba, la gorra bien encasquetada y los anteojos de gran aumento, sumado a la poca luz del lugar, resultaba difícil verle la cara.

Lo esperé en la vereda. Quería ver si era Antonio di Benedetto. Al poco rato salió a la calle como alguien que no quiere irse del lugar donde está. Se subió las solapas y levantó la vista hacia el cielo, preparado para caminar. Daba pasos cortos y lentos, cosa que en un primer momento achaqué al frío. Me acerqué y comenzamos a hablar. (Yo lo había leído años antes, por consejo de un amigo sanjuanino. No me lo había recomendado por afinidad cuyana, sino por admiración, que en mi caso se convirtió en una especie de intensa y laica veneración. Sentía que su escritura era definitiva, prácticamente única. No tanto porque se distinguiera muy claramente de cualquier otra –cosa que por supuesto ocurría– sino porque alcanzaba tal grado de coherencia con sus propósitos, que adquiría de ese modo una belleza inusual, exacta, alejada de cualquier guiño o cálculo y hasta exiliada de la noción habitual de belleza, que en su caso se convertía en algo extraterritorial y paradójicamente alcanzaba ribetes físicos.) Me emocionaba que la noche avanzada, el azar, la soledad, esa pizzería un poco astrosa, hubiesen propiciado este encuentro.

Di Benedetto agradeció sin entusiasmo mis comentarios. Yo había leído hacía poco Sombras nada más, que sería su último libro, y por un momento temí que por mi expresión advirtiese que no me había gustado. Pero su melancolía, para describirla de algún modo, o más exactamente su amargura, se debía a que estaba completamente arrepentido de haber regresado al país; y los comentarios de los lectores no le alcanzaban. Un tema especialmente frustrante era el trabajo. Se preguntaba cómo había sido capaz de dejar algo perfecto en España, como decía que había tenido, y regresar a la Argentina a cambio de simples promesas. Vivía cruzando la calle Paraguay, según recuerdo que me dijo, en un departamento prestado por la viuda de Fermín Estrella Gutiérrez.

Le señalé, para ver de moderar su pesimismo, que escribía reseñas en El Periodista (un semanario de entonces); le dije que desde allí tenía una incidencia, etc. Para qué. Mis consolaciones eran de una corrección completamente desubicada. Sin perder la calma, pero más sombrío de cómo había salido del local, contestó: “Usted es joven, y por eso puede parecerle que lo mío está bien. Pero no es así. Estoy entregado a la nada.”

Era de un trato casi ceremonial. Mientras duró el diálogo los mozos lanzaban miradas desde la ventana de, seguramente intrigados. Después Di Benedetto se alejó con esos pasos inseguros de persona enferma o sin fuerzas. Al año siguiente murió.

En la página 152 de Zama puede leerse:

“Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.”

El protagonista ya está en pleno declive. Esa noche el hambre lo ha despertado y decide prepararse unos mates; el declive es una corriente indetenible de hechos adversos, a la que se suma sin resistencia. Probablemente la frase busca ilustrar la soledad resignada de Diego de Zama, con la compañía única de las estrellas mudas mientras intenta esquivar el hambre. Pero también la frase contiene una premisa que, a primera vista, no parece necesaria para la comprensión de la idea; o sea, que el cielo más brilla cuando lo mira menos gente, lo cual haría más secreto ese momento.

La correlación entre brillo, o belleza, y secreto no es nueva en las descripciones de la naturaleza. Y ha tenido sus prolongaciones en literatura. Ya Flaubert ironizaba contra Mérimée diciendo que el número de lectores que seguían sus folletines debía traducirse naturalmente en el bajo nivel de sus novelas; como si hubiera una relación inversa entre calidad y público. Atención: no decía que tenía muchos seguidores porque sus novelas no eran buenas, sino que éstas se bastardeaban porque eran leídas por mucha gente.

¿Puede suponerse que la frase de Zama es una especie de figuración de una eventual relación con el público, o de una eventual recepción o circulación? ¿Di Benedetto pensaba en este tipo de cosas cuando la escribió? Sería difícil responder de un modo u otro. Pero la frase me llama la atención porque, si se mira, la novela parece recoger las implicancias de esa disyunción: lo que es observado por muchos ojos, se agota.

No asigno a Di Benedetto una posición explícita a favor del brillo o de la visibilidad, sino una sujeción acaso intuitiva a unas reglas en apariencia fatales. En un punto, la reconocida pasividad de los personajes de este autor, ese desacople que los instala para siempre en las manías dilatorias, porque de eso tratan sus libros, de deambulaciones alrededor de la imposibilidad, extiende un manto de espera o atemporalidad, de irresolución y aplazo, sobre la misma escritura, sustrayéndola tanto de los lugares protagónicos como de cualquier ostracismo, unos y otros regulados por la crítica.

Ahora, en 2010, Zama se está traduciendo al inglés, por Esther Allen. Es muy probablemente una buena noticia, ya que lectores y autores de ese idioma no han podido conocer hasta ahora esta gran novela. Y naturalmente surge la pregunta por el más de medio siglo transcurrido sin que ello se produjera antes. La respuesta quizá no excluya la paradoja del “cielo estrellado”. Muy brillante y por ende con pocos espectadores como para propiciar una aventura lingüística.

Como es conocido por sus pocos y numerosos lectores (esta obra es de esos casos especiales, más emblemáticos que leídos) las primeras líneas de la novela describen el cadáver de un mono que flota atrapado entre los pilares de un muelle: el duelo entre encierro constante y partida inminente al que se ve sometido el animal por el vaivén de las aguas. Obviamente, es también la situación de don Diego de Zama. La narración es el relato de su degradación civil y de su disolución ética.

La novela tiene la belleza y la contundencia de un clásico, pero también los atributos de un libro secreto. Decir que esta obra, como otras latinoamericanas, fue opacada por un realismo mágico convertido en paisaje literario único del continente, es sólo una parte de la verdad. Lo cierto es que Zama es una pieza en cierto modo solipsista, fuera del tiempo, que habla sobre la memoria inútil, el pasado colonial irresuelto de nuestros países y la naturaleza convertida en trauma.

Las frases breves y conmovedoramente elocuentes ubican a esta escritura en las antípodas de la exuberancia declamatoria del realismo mágico. Pero esto, que obviamente no fue garantía de legibilidad, ni obviamente de visibilidad, tampoco podía hacer a esta novela más asertiva. Una de sus enseñanzas más perdurables es que la naturaleza no tiene modelos prefabricados. Puede ser muda, cruel y desolada al mismo tiempo aunque parezca lo contrario. Di Benedetto hace hablar esa mudez y esa desolación con otro idioma.

Un idioma resistente, que formula y queda sin formular; que no se ha revelado del todo y acaso no se revele –porque en definitiva es un error pensar que para eso existe la literatura. La literatura habla, cuando tiene la oportunidad, del problema y de la revelación, pero no los descubre.

04/11/2010
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