ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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EL TESTIGO

SERGIO CHEJFEC


El protagonista inicial de esta historia es Julio Cortázar. Está pasando una temporada en Buenos Aires. Dos años antes residió en Bolívar, desde donde, en una carta, dijo que “la vida, aquí, me hace pensar en un hombre al que le pasean una aplanadora por el cuerpo”. Dentro de ocho meses enseñará en Chivilcoy; allí extrañará la ciudad de Bolívar y se sentirá como en un destierro. Ahora, en la Capital, no sabe muy bien qué hacer con su vida: es lo que se desprende de esta correspondencia. Es enero de 1939 y descarta irse de vacaciones (sin embargo, tampoco aclara qué tipo de actividad lo retiene). En realidad no le interesan las vacaciones, Cortázar busca otra vida, un cambio casual y brusco a la vez: literalmente, quiere subirse a un barco de carga y llegar a México. Podemos comprobar su ansiedad en el hecho de que en la carta siguiente, enviada el mismo mes, lamenta aplazar el proyecto, por lo menos en lo inmediato, ya que desde Buenos Aires no hay barcos con destino a México. El puerto más cercano es Valparaíso, por lo tanto deja el viaje para el año siguiente y mientras tanto se impone ahorrar dinero. Cortázar admira México, quiere conocer las pirámides aztecas y la música popular mexicana.

Enero en Buenos Aires, somos capaces de imaginar eso. El bochorno prolongado en los barrios, el verano constante y apenas amortiguado en las calles pobladas de plátanos. Es el año 1939. (Pocos meses más tarde, cuando Cortázar esté desterrado en Chivilcoy, desembarcará Gombrowicz sin entusiasmo. Seis años antes descendió, de otro barco, el mexicano Novo. También podemos imaginarlo, porque todo el mundo sabe que esta ciudad es una extensión del río. El verano, las chicharras y la temperatura aplastante. Novo encuentra a García Lorca, también proveniente de las aguas, en el hotel Castelar; pero no recuerda dónde está la casa del conscripto que conoce en la Diagonal Norte.) Cortázar escribe las cartas en medio del calor, probablemente en el patio de su casa alejada del centro, y a la hora del mate. Pregunta a su amigo de Bolívar si acaso no piensa visitar Buenos Aires este verano. Agrega que, si lo hace, recuerde que su número está en la guía de teléfonos, y que le agradaría mucho que se vieran para charlar.

Ahora se produce un salto en la historia. El nuevo protagonista es alguien que vive en el otro hemisferio, de nombre Samich. Desde el día que abandonó el país, esta persona sufre una desconexión fatal con la geografía. Consecuencia de esta desconexión es que el mundo se encuentre dividido en dos hemisferios no relacionados. El primero es el propio, el segundo es el otro. Aun cuando tenga décadas viviendo en el mismo sitio del extranjero, o en el extranjero en general, Samich considera que reside en el otro hemisferio. No le da el nombre de este al que ocupa, sino el de otro, ya que este otro no abarca el país de donde proviene. Samich vive en una ciudad calurosa y cuya luz espesa, debido a la presencia de la montaña verde que proyecta continuamente el reflejo cambiante del sol, se asocia de tal modo con la temperatura que los pobladores creen ver el calor cuando distinguen el aire granuloso, como de bruma blanca e incandescente, que atenúa la vivacidad de los colores, de por sí siempre fuertes.

Podemos imaginar a Samich levantando la vista del libro que lee; en este momento ve el espectáculo de la atmósfera revuelta, la confusión de tonos que tiende al blanco, y la vibración propia del calor, que desdibuja los contornos de las cosas ubicadas a la altura de la mirada. Samich recién ha comenzado el libro, se trata del célebre epistolario de Cortázar. Considera que un interés pasajero, o directamente erróneo, lo lleva a curiosear en historias que no le incumben; pero el hecho es que los libros llamados normales han dejado de motivarlo desde hace tiempo. Ahora quiere libros donde la vida se muestre sin interferencias. Uno adivina qué es lo que quiere decir. Samich tiene la sensación de que lee por primera vez a alguien llamado Cortázar, porque de su gran literatura y de sus cuentos perfectos tiene un recuerdo bastante vivo aunque –debe admitirlo– sin emociones.

Samich conserva el recuerdo de haber leído a este autor, pero no de haber sentido algún impacto consistente, lo que paradójicamente ayuda a leerlo ahora, cuando la tarde comienza y el calor está a punto de alcanzar el punto máximo, porque puede intuir que a los 25 años este Cortázar no era todavía el otro Cortázar. Pedir al amigo que avise si pasa por Buenos Aires significa decir aproximadamente “Me quedaré, me seguiré quedando hasta que algo pase”. Es evidente que Cortázar piensa en el barco que lo arranque de la ciudad sin emociones y lo lleve a México; ilusión acaso inspirada en Raymond Roussel, precursor perdurable, y que llegará a realizar visitando otros destinos y con otras historias.

El acontecimiento

Por lo tanto todo está más o menos bien, suponemos que asistimos a un momento de calma: Samich se ha sentado a leer en el lugar del trópico donde decidió gastar los mejores años de su vida. Como es costumbre, la luz se dilata y se revuelve de a ratos, igual a un proceso físico permanente. Pero cuando Samich encuentra la frase de este Cortázar, informando al amigo de Bolívar que el número de teléfono de su casa está en la guía, y que no tiene más que fijarse allí para llamarlo y así encontrarse los dos cuando este señor de apellido Gagliardi pase por Buenos Aires, algo irrumpe y sacude la calma que lo tiene adormecido. A Samich lo asalta un ataque fulminante de nostalgia y un arrebatado sentimiento de extinción.

Esto ocurre en el año 2000. Samich hace cuentas y concluye que han pasado más de seis décadas desde aquella carta del mes de enero. Y sin embargo la frase directa, la apelación a la guía como un medio a la mano para dar con otra persona, le inspira un sentido de convivencia urbana y a la vez doméstica, de contigüidad, más bien de vecindad, que tenía sepultado y encuentra vivo a pesar del tiempo transcurrido. Podemos imaginar los pensamientos que ocupan a Samich. En primer lugar quisiera saber la dirección de Cortázar. No tanto el número de teléfono, una referencia caduca y muda en definitiva, sino el domicilio, la clave traducible al preciso lugar donde este Cortázar, el autor de la carta, vivió y soportó aquellos largos veranos. Es como si Samich asumiera el papel de un Gagliardi incompleto, o mejor aún, como si en efecto el pedido de Cortázar hubiese llegado hasta él a través de Gagliardi.

En el año 2000 todavía no ha estallado la recordada crisis social que hundió todavía más al país en la catástrofe, pero las señales de un derrumbe sin pausa y multifacético que viene recibiendo desde hace mucho tiempo, llevan a Samich a sentirse emocionado frente a cualquier signo de convivencia proveniente del pasado. Desde su atalaya tropical de luz granulosa es capaz de imaginar el instinto de preservación guardado en cualquier acto de intercambio, y también es capaz de suponer la desesperación creciente frente a la cual toda amenidad antigua es valorada como un tesoro.

Ahora la historia da un nuevo salto. Samich ha decidido viajar a Buenos Aires. Pese a los años que lleva viviendo en el otro hemisferio, volvió al país muy pocas veces. Todavía no conoce la frase del famoso Leonardo Sciascia. Sciascia cuenta las desventuras de un emigrante siciliano del siglo XIX, y pone en su boca una sentencia que Samich adoptará como lema y argumento de consolación. Aproximadamente la frase dice que quien ha cometido el error de irse no puede cometer el error de volver. Samich va a estremecerse cuando la encuentre, porque en su formulación verá sintéticamente sellado su destino, sin apelación y sin prerrogativas posibles. No su futuro práctico, sino su destino moral. Rumiará la frase durante largo tiempo, la dará vuelta y tratará de adaptarla a distintas situaciones, siempre con éxito. Por ejemplo, será capaz de imaginar que quien comete el error de irse de una reunión a la que fue invitado, probablemente no pueda cometer el error de volver. El error se pone de manifiesto cuando se repite, con la segunda acción, que apunta a una enmienda; pero a la vez, sin primera acción no puede haber segunda. Aún Samich no ha conocido la frase y por ello su situación de destierro, como le gustaba decir a Cortázar en Bolívar, carece de profundidades abstractas. La sentencia le va a enseñar que el error es uno solo y asume distintas manifestaciones; aparte le enseñará el intrigante o capcioso uso de ese “no puede”, no poder.

Mientras tanto, el avión ha aterrizado. Ahora Samich avanza por la autopista elevada que lo trae del aeropuerto y observa la mezcla de grises de las casas y edificios irregulares. Esa luz opaca con manchas de grises le recuerda por contraste la atalaya donde vive y, asombrosamente, ningún pensamiento o conclusión se desprende de eso. Planea resolver algunas cuestiones prácticas y visitar apenas pueda la Biblioteca Nacional. Por ello, al llegar a destino lo primero que hace es acercarse al teléfono para hablar con su madre, que está esperando la llamada desde antes de que el avión despegara. Después llama a su hermana, con quien se pone de acuerdo para reunirse en la casa de la madre. Al rato, mientras está viajando tiene la primera sensación extraña de esta visita, una sensación hasta ahora completamente inédita. Percibe que lo invade un sentimiento de no pertenencia, de separación o aislamiento, no sabe cómo llamarlo. Se siente igual a un extranjero, descubre que no sabe nada del resto de los pasajeros en el colectivo.

Podemos imaginar que no es eso lo que preocupa a Samich, para quien no conocer a nadie es normal en cualquier circunstancia. Más bien, siente que el lazo de compenetración con el lugar está desvanecido, se ha cortado por la parte más débil. Es una sensación súbita y un poco amarga para la que no tiene explicación. Ignora de dónde vienen y hacia dónde van las personas en el colectivo –o si es capaz de imaginarlo, no entiende la cadena de hechos que esas personas ejecutan, o en general ignora el significado o sentido profundo de esos hechos–. Intuye por otra parte que algo ha ocurrido con las palabras comunes, esas pocas decenas de palabras gracias a las cuales la gente sigue ligada y se entiende.

La madre lo recibe muda y tomando mate, con un plato de galletitas de agua junto a la pava. Como en otras ocasiones, Samich está seguro de encontrar cosas en el mismo lugar donde las vio por última vez, varios años antes. No se refiere a aquello que no se mueve ni cambia, sino a papeles o bolígrafos, sobres, revistas o monedas. ¿Y si las cosas se detuvieran cuando uno está ausente?, piensa. Piensa en dimensiones paralelas y relacionadas, en túneles y conexiones invisibles, en postulaciones alternativas de la realidad. Al rato llega su hermana. Parece cansada y después de un breve saludo se suma al silencio de su madre.

Por decir algo, Samich informa que apenas pueda planea ir a la Biblioteca Nacional, para adelantar una investigación que tiene entre manos. Ellas no se interesan por la investigación, pero le preguntan qué colectivo lo deja. Depende, contesta Samich. Depende del lugar desde donde uno vaya. Samich no advierte que ha respondido mal; la pregunta se refería a qué colectivos pasan por la Biblioteca. Y la respuesta equivocada de Samich confirma la complicidad entre madre y hermana, que advierten el traspié pero siguen como si nada. La Biblioteca es un lugar mentalmente alejado. Es un sitio icónico para las dos, pero tan improbable en términos prácticos como la Casa de Gobierno o el Autódromo. Ellas conocen cines, confiterías, hospitales y supermercados. Una cantidad reducida de cada uno de ellos. A veces se detienen frente a una librería; a veces van por la calle llevando grandes bolsas de nylon. Por eso, mientras conversan la Biblioteca Nacional es para ellas una extensión de la atalaya donde vive Samich, y los improbables colectivos que pasan cerca equivalen a la luz difusa de aquella parte del trópico.

Samich por su parte prefiere aludir muy vagamente a lo de la investigación, porque sentiría vergüenza de confesar la verdad si su madre lo interrogara. Está seguro de que la hermana nunca le preguntará nada, aun cuando no sea algo referido a la investigación (hace bastante que su hermana ha dejado de hacerle preguntas), pero le mortificaría mucho más que ella conozca la respuesta. Le cuesta calcular los años pasados desde su última visita al país. Comienza el recuento y algo lo traba, como si fuera una operación abstracta y enredada. Mientras tanto la madre le convida unos mates. Samich comprueba que están fríos. Su madre ha tomado mate durante toda la vida y nunca supo prepararlos. Si le dice que está frío, ella le pedirá que lo haga él. Es la salvación que ha encontrado hace tiempo, que algún hijo ponga el agua y la cuide. Pero como sabe que el mate es su punto más débil, mientras no se le diga nada lo ceba con descuido, como para restarle importancia. Es lo contrario de Samich, para quien la obediencia rigurosa del mate, tanto de la temperatura como de la ronda o sus tiempos, es una de las premisas de las que depende el mundo y a las que se esclavizó. (Podemos imaginar que el mundo se sostiene mejor cuando piensa en él desde el otro hemisferio, porque el hemisferio llamado Buenos Aires está sometido a las mismas leyes a las que Samich pertenece.)

En la calle, el asfalto se ablanda durante los días de verano. Samich recuerda que Cortázar menciona el fenómeno, y se pregunta si en ese enero de 1939 habrá pasado por el trance de pisar el pavimento bajo el sol de las tardes. Se escuchan los colectivos desde la avenida y, casualmente, llega el aroma un poco acre del alquitrán que una cuadrilla de obreros está calentando para arreglar la calle. Los ha visto mientras esperaba que su madre bajara a abrir la puerta; rellenan los baches servidos de palas y emparejan el asfalto usando rastrillos, que deslizan con las puntas hacia arriba sobre la superficie del suelo. Después se acerca otro operario que maneja una apisonadora eléctrica, de ruido atronador. Los colectivos también son ruidosos, y hacen vibrar las paredes. Pero madre y hermana no parecen escucharlos, se mantienen como si nada, probablemente gracias a la costumbre. La hermana de Samich no toma mate, quizá por eso se ha puesto en este momento a resolver un sudoku. Lleva siempre varios cuadernillos en su cartera y en el pasado, cuando el juego todavía no se había impuesto en el país, pedía que le consiguiera en el otro hemisferio cuantos pudiera. Samich visitaba tiendas y librerías, pero no podía encontrar demasiado porque para ese momento el sudoku tampoco allí era muy conocido. Samich observa a la hermana y al verla abstraída piensa, con optimismo, que si la madre pregunta en ese momento por la investigación que lo ha traído a Buenos Aires, a lo mejor ella no escuchará la respuesta. Pero es algo que no se produce, la madre no pregunta. La indiferencia de la madre termina siendo decepcionante; Samich percibe cierto desafecto en su desinterés por la investigación que lo ha llevado a Buenos Aires.

Días más tarde, Samich ya está prácticamente instalado en su sitio de Buenos Aires, como si no fuera un recién llegado. Por lo tanto se siente en condiciones de iniciar las consultas en la Biblioteca. Ha tenido tiempo de recorrer los lugares más manifiestos de la ciudad, por lo menos los más manifiestos para él. La avenida Corrientes y la zona del centro, la calle Alem, el barrio de Congreso y de San Cristóbal; Villa Crespo y Parque Patricios. Una tarde tomó el antiguo Ferrocarril Sarmiento, se bajó primero en Haedo y después en Morón, donde caminó por la plaza. Ante la ciudad tenía imágenes muy precisas del pasado, recuerdos vigentes, referidos a alguien que era él mismo, cuya continuidad en la conciencia un poco exterior de Samich tropezaba sin embargo con la propia duración de esos recuerdos, produciéndose un efecto de divergencia. Era así que pasaba por la experiencia común de sentir que los recuerdos propios pertenecen a un tercero. Trataba de ponerse en la piel de alguien que lo ignora todo sobre la ciudad y que observa cada detalle por primera vez. Pero no lo hacía para ilusionarse con una vida distinta ni buscaba ser otro: intentaba evadir el mandato del pasado, que pese a los cambios físicos y a las nuevas condiciones de lo visible, le señalaba a cada momento que Samich era de ahí, que sencillamente las cosas tenían mejor memoria que él.

Siempre había despreciado el elogio de los lugares, las idealizaciones del paisaje conocido le parecían en general aborrecibles y todavía peor le parecían las miradas enternecidas hacia el pasado. Y nada lo llevaba a cambiar de opinión, al contrario, la ciudad había sido antes nefasta en varios sentidos, nunca por otra parte había dejado de ser tortuosa, y ahora comprobaba que en todo lo malo lo seguía siendo todavía más y era infinitamente peor. Se ponía a pensar; lo único que salvaba su vínculo con la ciudad eran los colectivos, esas cápsulas móviles.

Colectivos

Desde que tenía memoria (esa categoría específica de los recuerdos que es la memoria urbana) Samich se había sentido atraído por la naturaleza episódica de los colectivos, una presencia flotante basada en apariciones discontinuas. Y su entusiasmo tomó forma definitiva de un modo paradójico, la tarde en que literalmente asistió a la extinción de una línea, luego de un periodo de prolongada agonía. La línea atravesaba Villa Crespo proveniente de Retiro, y tenía demoras cada vez más habituales, que para él significaban lagunas de tiempo pasibles de resolverse de la manera más imprevista. A Samich jamás le importó esperar –siempre sintió que los demás, o lo demás en general, era aquello cuyo objeto básico era disponer del tiempo que de una manera u otra le había sido asignado–. Así, un día le tocó esperar tres horas en la parada. Tiempo después, la tarde de la defección, esperó cinco horas. Por entonces Samich estaba dejando la infancia, la abuela le había ordenado que llegue a la hora del mate. Cuando llevaba tres horas y media de espera, vio pasar el colectivo en dirección contraria, cosa que le hizo creer que dentro de poco llegaría el que esperaba (los colectivos propiciaban también esas creencias mágicas), o que, en todo caso, ese mismo coche haría rato después el camino de vuelta. Pero no fue así, nunca apareció y Samich supo que jamás volvería a cruzarse con esa línea. (Aparte, entendió que este tipo de desenlace era propio de los colectivos, porque desaparecía algo no anclado en ningún lugar en concreto. Las cabeceras eran para él lo menos intrigante, lo esencial pasaba por el principio de manifestación en el que los colectivos asentaban su dominio: en la calle vacía y oscura, o poblada y febril, cuando de pronto tomaba forma esa cápsula móvil, lanzada como un robot, que se ocupaba de conectar lugares arbitrariamente prefijados, como si se tratara de episodios basados en apariciones recurrentes.)

Podemos imaginar lo que diría Samich de las ciudades en general y de Buenos Aires en particular: que desprecia los mapas y cree solamente en los recorridos de los colectivos. Los mapas son redundantes e insuficientes a la vez. Únicamente los colectivos se le revelaron como entidades anfibias, entre abstractas y tangibles, bajo la forma de dioramas mentales que resultaban de la trayectoria figurada de cada línea. También se presentaban como muestras de coloraciones combinadas. Porque Samich cree, aparte, que las líneas de colectivos fueron las desinteresadas benefactoras de la única educación cromática que recibió. Los colectivos como módulos coloreados que atraviesan las calles. El rojo de una línea no era igual al de otra, como tampoco los tonos de azules, grises o verdes de las distintas compañías. Y aparte, para mayor variación, existían las fronteras de los colores, que dependiendo del diseño del coche se resolvían de distintos modos, y también estaban las rayas que delineaban las superficies, etc. Todo eso identificaba los coches a primera vista, sin necesidad de precisar el número de que se trataba.

Los dioramas mentales tomaban forma entonces a la manera de trazos abstractos, eran las conexiones de las rutas entre los puntos de la ciudad, que se resolvían o graficaban, también imaginariamente, como vehículos coloreados parecidos a miniaturas acercándose y alejándose dentro del diseño fijo de las calles. Y encima estaban los números, caprichosos e imprevisibles, que no respondían a nada en concreto sino a su papel de pura denominación. Así, la trinidad formada por color, número y recorrido articulaba los dioramas. Samich despreciaba los agregados ornamentales. Tanto los espejos bicelados, las cortinitas de terciopelo con borlas, y en especial el fileteado eran elementos que siempre le habían parecido recursos no esenciales y, desde otro punto de vista, efusiones demasiado rutinarias. Sentía admiración por la sencilla individualidad de cada compañía, cada una con su perfil y su propia combinación de colores, frente a lo cual los fileteados y adornos en general venían a ser el acento decorativo que amenazaba con uniformar lo que, según su criterio, era maravillosamente diverso.

Esa suerte de conexión invisible entre puntos lejanos de la ciudad, como si se tratara de regueros flotantes tan solo ciertos para quien los conoce o puede verlos, a Samich le parecía extraordinaria en la medida en que superaba la configuración de las calles, o incluso más, a veces la desmentía o perfeccionaba. Era la naturaleza trascendente de los colectivos, de la cual cada diorama resultaba la única representación material posible. Entre el caótico dibujo resultante si combinaba diferentes líneas, y entre las exageradas distancias o trayectos bizarros de recorridos vigentes, Samich prefería las opciones más sencillas, por ejemplo la constante rutina del par de líneas unidas por sus rutas inversas y el rojo desleído de los coches, casi color rosado, sin fantasías ni mayores combinaciones decorativas, que en esa época llevaban en los letreros frontales los colectivos 311 y 312. Eran líneas de recorridos circulares y solidarios, cada número obligado a permanentes viajes de ida. Más tarde se transformaron en el 61 y 62. Y con el cambio de número, así como con los de otras compañías, se le hizo evidente a Samich la curiosa virtud de todo nombre, puesta más de manifiesto con casos como estos, ya que los números, cualesquiera fueran, se traducían como una sucesión intermitente de puntos sobre la superficie física de la ciudad que de otro modo, de no existir esa línea de colectivos, no se habría dibujado.

Los números representaban vínculos. Podemos imaginar a Samich abocado durante cierto tiempo a desandar el trayecto de una línea de colectivos, sin otro argumento ni intención que conocer la ruta desde otra altura de la mirada y a distinta velocidad. Pero la paradoja de las rutas de colectivo consistía en que mentalmente era como mejor se ponían de manifiesto: trayectos e imágenes combinados aparecían en la cabeza de Samich con la claridad de un diagrama. Le fascinaba vincular sitios de la ciudad a través de esos recorridos, porque eran algo así como postulaciones de simultaneidad, una materia prima de la ficción urbana, la vida sincronizada y las infinitas posibilidades de la casualidad. A veces competía con los demás en encontrar el viaje, la conexión más sencilla entre varios puntos. Y especialmente amaba los colectivos durante los veranos, cuando se convertían en observatorios ambulantes a través de la ciudad callada, también un poco deshabitada por al calor y la ausencia de gente, y cuando tanto las cosas visibles como las ocultas asumían un carácter abstracto, sobre todo saturadas de lentitud y cansadas de la luz prolongada por la duración de los días.

No obstante, esos recuerdos resultan un poco grises para Samich: dada su irrevocable ignorancia de las claves del paisaje actual, la memoria es casi la única cosa que lo vincula a la ciudad vigente. Mientras tanto supone que si tuviera que viajar del antiguo edificio de la Biblioteca Nacional, ubicado en la calle México, al edificio actual, cerca de Avenida del Libertador, tendría varias opciones. Entre ellas el 130; debería bajar por México hasta Paseo Colón. Otra posibilidad sería caminar en dirección contraria, hasta Bernardo de Irigoyen, para esperar el 59. Sabe que no existe línea perfecta para unir ambos sitios. De la casa de su madre tendría el 92, una línea magnífica según su opinión, casi sublime, de recorrido diverso e incansable, también muy apreciada por Samich gracias a sus colores.

Biblioteca

Ahora está a punto de llegar a la sede de Plaza Francia. Es posible imaginar sus impresiones. Mientras se acerca ve la Biblioteca maciza y dura como un búnker. Siente que el largo viaje desde el trópico estará justificado dentro de un breve rato. Decidió tomar un colectivo que va por Las Heras, por eso camina a través de la explanada trasera del edificio, desde donde puede ver la biblioteca como una mole rodeada de silencio, con el frente despejado hacia el declive armonioso del antiguo río.

También es posible imaginar los sentimientos de Samich cuando entra. En ese momento, para él no hay saber más importante que valga la pena ser protegido y atesorado que la antigua dirección de Cortázar. Completa la planilla de visitante y comienza a vagar por el hall de entrada. Actúa como si todo le interesara: los afiches e informaciones en las paredes, las vitrinas con folletos y publicaciones, los carteles de advertencia, las señales, etc. Es su oportunidad para creerse extranjero, porque también para él, aunque por distintos motivos, en un punto la Biblioteca ha terminado siendo un lugar imposible y se ha convertido en mero ícono aproximativo. Sin embargo –Samich atisba esto en un hilo de pensamiento– ¿no ocurre lo mismo con la ciudad en su conjunto? ¿No es todo Buenos Aires, o sea las personas, cosas y geografía puestas en funcionamiento continuado y sincronizado, un signo de otra cosa, una vida que se mueve hacia adelante porque todos creen en los símbolos contradictorios que produce? Samich actúa en el hall de entrada como si le interesara todo, pero en realidad no le interesa nada. Conserva la conducta del curioso tan solo como vestigio ritual. Se siente confundido: la misma aprensión que lo llevaba a ocultar a su madre el tema de su investigación, ahora lo empuja a querer disimularlo. No obstante en algún momento deberá decir qué ha ido a buscar.

Arrastrado por la vergüenza termina llegando al guardarropa, donde una empleada silenciosa espera que avance el día. Casi todos los casilleros se ven vacíos, así que Samich puede elegir dónde guardar lo poco que lleva. Apenas cierra el suyo se le ocurre lo inopinado, el acto que después no tendrá explicación. No sabe si para sacar un tema de charla o para evadir el momento de la verdad, le pregunta a la empleada dónde puede consultar guías telefónicas. Samich está a punto de contarle todo; quiere empezar por la carta del año 39, seguir con la vocación viajera de Cortázar y terminar con lo que él mismo sintió frente a la conmovedora mención de la guía. La empleada lo mira un momento y luego baja la vista a unas planillas que tiene sobre el mostrador, que no son sino copias del mismo croquis de los armarios numerados del guardarropa. Viste un guardapolvo que parece gris, pero que también puede ser beige. Tiene los ojos de color muy claro, casi blancos. Después de pensar un momento, la empleada dice que en la biblioteca, las guías se consultan en la biblioteca. Podemos imaginar que pocas veces le han preguntado por un material específico, y que por eso aprovecha la curiosidad de alguien irremediablemente distraído como Samich para responder con convicción.

Por su parte, Samich es un hombre vencido por las circunstancias. En este caso ha renunciado a pensar. Toma la respuesta por cierta y se dirige a la biblioteca. En los ficheros no encuentra el material que busca. Entonces pregunta a un empleado, que primero lo mira extrañado y después quiere saber por qué busca allí las guías de teléfonos. Samich siente que se va creando una trama un tanto insidiosa, con la previsible finalidad de ocultar la dirección de Cortázar. Responde que una empleada le ha dicho que están allí. Entonces el empleado dice que espere. Lleva un guardapolvo parecido al de la otra mujer y cuando habla da la impresión de estar pensando en otra cosa. Samich no cree que realmente piense en otra cosa, sino que asume un gesto de concentración excesiva, como si no pudiera apartarse del último pensamiento o del significado de lo que estaba haciendo, etc. Enseguida, al volver, le indica a Samich que se dirija a la supervisora, quien lo espera en una especie de antesala vidriada rodeada de varios escritorios ocupados por otros empleados.

La supervisora no le saca los ojos de encima, como si él, Samich, fuera un caso curioso. Lo primero que le pregunta es qué busca. Samich responde que está interesado en leer las guías telefónicas de los años 30. Está a punto de contar su encuentro con la carta de Cortázar y todo lo demás, pero advierte lo inopinado de la palabra leer y entonces aclara que las quiere consultar. Pero al corregirse produce una ambigüedad mayor, ya que cualquiera advierte que leer en este caso significa consultar, tornando sospechosa, por innecesaria, cualquier aclaración. ¿Acaso Samich piensa que alguien podría estar dispuesto a leer las guías telefónicas? En este momento ocurre algo curioso, porque es como si la supervisora comprendiera que cuenta con sobrados motivos para impacientarse y desechar esta situación baladí; pero sin embargo no lo hace, toma la ignorancia de Samich como un malentendido subsanable y al mismo Samich como una persona capaz de enmendarse. Entonces le pregunta si ha ido a la hemeroteca. Ante esto se produce una especie de cataclismo controlado. Recién ahora despabilado después de dejar su atalaya varios días antes, es como si Samich escuchara la palabra hemeroteca por primera vez, luego de tenerla olvidada. Samich entiende que debía habérsele ocurrido antes, pero para ocultar su error dice que sí, que de la hemeroteca lo mandaron a la biblioteca. Durante un instante se le pasó por la cabeza confesar que había preguntado en el guardarropa, pero siendo, como creía ser, un ser fronterizo en esta ciudad, un testigo proveniente de la geografía del pasado, no estaba en condiciones de enfrentar ningún desajuste que pudiera apartarlo todavía más.

La supervisora pregunta entonces quién fue. No tanto para encontrar un responsable, supone Samich, sino para aprovechar lo ocurrido y extender a otras personas la labor de enmienda. Samich intenta describir a la mujer del guardarropa. Habla de sus ojos claros y de su baja estatura. Y cuando está por decir algo sobre su cabello descubre el increíble parecido de esa mujer con una famosa viuda, la más famosa viuda del más famoso escritor argentino. Es una asociación infeliz que beneficia a Samich, porque ahora se mezclan ambas personas en su recuerdo y no sabe qué aspecto corresponde a cada quién. Ante la evidente dificultad de la descripción, la supervisora decide tomar el teléfono. Mientras espera que atiendan tranquiliza por lo bajo a Samich: quiere confirmar la disponibilidad del material buscado. Samich agradece la ecuanimidad de la supervisora: en la biblioteca toda página es por definición un material.

Ahora Samich ha llegado a la hemeroteca, está sentado frente a un largo escritorio mientras espera que suban el pedido. Media hora más tarde consulta, o lee, una vieja guía de teléfonos de Buenos Aires. Siente que es la primera persona que la abre en más de 60 años, y pese a ello no logra entender por qué parece tan usada. La sala de lectura está casi vacía, en el extremo opuesto un lector se afana ante su atril repasando grandes volúmenes que contienen entregas de algún viejo periódico. Samich recibe una guía por vez. El empleado le ha sugerido que pida todos los años que busca, así quedan listos para entregárselos. Los irán subiendo a medida que devuelva los ya revisados.

Podemos imaginar el ánimo de Samich al acercarse a la hemeroteca. Mientras se aproximaba al mostrador, en medio de ese ambiente y rodeado de nada, adivinó que lo estaban esperando. Supuso que la supervisora había llamado, en primer lugar para verificar si hubo alguien que preguntara por las guías telefónicas. Y todos debieron extrañarse al saber que Samich decía haberlo hecho, cuando en realidad parecía que no era así. ¿Por qué asegurar algo que no era cierto? Fueron incapaces de imaginar una respuesta. En todo caso, el supervisor había advertido que el hombre de las guías, o el tipo de las guías, como supone Samich que comenzaron a llamarlo, se dirigía hacia allí.

Las guías telefónicas entregan la información que se les pide, en este sentido Samich piensa que son inobjetables. Pero a la vez forman un cuadro colectivo; así como son, mudas a su manera, hablan de la ciudad más de lo que muestran. Frente a ellas Samich no piensa en casi nada fuera de su propia curiosidad de lector intermitente. Supone que está frente a un tipo de material ambiguo, ilustrativo y misterioso, tanto que no sabe si decir que también parece un poco inútil. Evidentemente, es lo que Samich ha decidido leer, la consecuencia práctica de buscar libros en los que “la vida se muestre sin interferencias”. Hay años extraviados o definitivamente perdidos; el primero que ha pedido es uno de ellos, el 1939, correspondiente a la carta. No obstante Cortázar ya figuraba en la guía de 1938. Una pregunta que se hace Samich: ¿cuándo se imprimían las guías?; porque si la carta fue escrita en enero, naturalmente Cortázar debía estar hablando de la guía del año 38. Samich piensa en el 146 o el 105; Cortázar tomaría alguno de los dos en sus viajes al centro, al Pasaje Güemes por ejemplo. Su dirección era Artigas 3246 y el teléfono era el 50 Villa Devoto 4765.

Los números telefónicos incluían entonces el nombre de la central. Días más tarde Samich tomará uno de esos colectivos y llegará a una zona que a primera vista parece un reducto de viviendas junto a la gran avenida. Unas pocas manzanas aisladas, de calles cortas y medio curvas, como una colonia de vacaciones, con casas que tienen cierto aire común, todo a escala pequeña. Una de esas calles que corta Artigas a pocos metros de los terrenos del Club Comunicaciones, lleva el nombre, Samich no sabrá desde cuándo, del autor de la carta. Ahora es posible decir “Artigas y Cortázar”, pensará Samich. Al contrario de otras paralelas que atraviesan bastante indemnes esta zona de diagonales y terrenos gigantes, la calle Artigas no ha tenido mucha suerte, aún pese a provenir de la misma Plaza Flores. A esta altura se interrumpe algunas veces frente a cortadas, paredones o vías de ferrocarril.

Es posible suponer que Samich esté tentado de encontrar una clave esencial, o definitoria, en las posibles combinatorias alfanuméricas del teléfono de Cortázar. Números y palabras, números y zonas, activan mejor la imaginación. Pero no lo hace. Acaso le parece un juego demasiado sencillo, una guía de procedimientos que quizá no conduzca a nada fuera de su propia justificación. Samich sólo piensa en otros números, los de los colectivos. En los días previos, mientras se dedicó a recorrer Buenos Aires montado en ellos, sintió una especial debilidad por los barrios de las comunidades. Se internaba en el barrio coreano, desde donde pasaba al de los bolivianos. Iba al barrio chino y después al peruano. Conocía bien los vestigios del barrio judío. Y una curiosa felicidad o plenitud lo arrastraba hacia esos sitios, porque sentía que solamente allí su curiosidad era capaz de activarse. No era que las cosas parecieran más auténticas, sino que se mostraban más relevantes. Buenos Aires agonizaba entre lo indiferenciado y lo diferido, y solamente los así llamados extranjeros podían venir al rescate.

Trama

Esto supone Samich ante las guías telefónicas. Sabe que la trama de números, nombres y direcciones le inspiran una curiosidad distinta. En este caso es la curiosidad del indiferente. Samich, el curioso indiferente. Ya develó el misterio que lo ha intrigado desde que leyera las cartas del gran escritor, y ahora que se encuentra con las manos vacías, para decirlo de algún modo, porque el resultado ha sido rápido, bastante escueto y sobre todo mudo, no más que un domicilio y un número de teléfono antiguo, supone que puede seguir asomándose a esa ciudad exhibida como clave de calles y centrales telefónicas.

Decide entonces ocuparse de una empresa mayor. Emplea su memoria accidentada de lector discontinuo para efectuar un recuento y de este modo ampliar su investigación. Serán por otra parte las mismas palabras con que justificará ante su madre los nuevos viajes a la Biblioteca, no tanto para inspirar su curiosidad como para arraigar definitivamente en ella la idea de que se encuentra dedicado a asuntos de importancia especial. Samich improvisa mentalmente una lista de nombres y autores, los primeros que es capaz de recordar, y comienza con la letra A. No encuentra a Roberto Arlt, pero lee en la guía del año 37 que un Pablo H. Arlt residía en la calle Posadas 1556 y contestaba el teléfono 41 Plaza 8409.

La letra B es más prolífica. Busca a Enrique Banchs, Leónidas Barletta, Francisco Luis Bernárdez, José Bianco, Adolfo Bioy Casares y lógicamente a Borges. En 1932, Banchs vive en el barrio de Colegiales (Delgado 835). Bajo el nombre Barletta aparece una mujer (Amelia O. de Barletta) –Samich en su afán de encontrar coincidencias pretende que sea la esposa –, que en el año 37 vive en Cangallo 1228, curiosamente, piensa Samich, el mismo lugar donde 30 años después tendrá sede una gran editorial. Con Bernárdez tampoco hay mucha suerte, ya que figura, en el mismo año de 1937, una tal “familia Bernárdez” en Centenera 1214. Siguiendo, hay un José Bianco en Paysandú 984; pero dado que puede tratarse de un nombre frecuente, Samich no sabe si tomar por cierta esta información. No se imagina a Bianco viviendo La Paternal, pero si se pone a pensar supone que puede no haber sido improbable. Con Bioy Casares le va mejor: le corresponde con toda certeza el 174 de Quintana; pero le intriga que entre el año 32 y el año 37 haya cambiado de número de teléfono, manteniendo la misma dirección: pasó del 44 Juncal 2310 al 44 Juncal 2046. A Borges no lo encontró, aunque sí a su dedicada madre: Leonor Acevedo de Borges pasó de Pueyrredón 2190 en el año 38 a Anchorena 1670 en el año 40, logrando sin embargo conservar el mismo número de teléfono: 41 Plaza 5384. Así Samich fue buscando otros nombres, teléfonos y direcciones.

Podemos suponer que Samich está absorbido por el silencio de la biblioteca. Cada tanto se levanta como un sonámbulo para entregar la guía que ha terminado de leer y retirar la siguiente. No puede creer que una investigación consista en esto. Y también piensa en otra cosa: le mortifica imaginar qué pensará sobre su pesquisa el empleado de la sección. Samich recapacita y da con la frase del pasado, escondida en el fondo de su idioma. “Hay cada uno…”. Un momento después sigue. En 1938, Arturo Cerretani vive en la calle General Eugenio Garzón, a una cuadra del Parque Avellaneda –o, como prefiere llamarlo en sus libros, la Quinta Olivera–; además, según dice la guía del año 32, a Atilio Chiáppori se lo encuentra en la avenida Las Heras, a pocos metros del Hospital Rivadavia. Son puntos alejados, pero Samich intuye que el 92, ese gran colectivo, previsiblemente, los acercaría bastante. Samich observa que durante el mismo año 32, Enrique Santos Discépolo y Manuel Gálvez vivieron a poca distancia, cerca del Congreso. El primero en Cangallo 1757 (a cinco cuadras de la supuesta mujer de Barletta), y el segundo en Callao 360. Pero en el año 37, Gálvez se muda a la avenida Santa Fe, en Palermo. Samich continúa con la letra G y de inmediato el mapa de Buenos se amplía bastante. El así llamado Álvaro Yunque vive, en el año 32, en Sarandí 965, mientras que Alberto Gerchunoff está en San Martín 569. Todavía seguirá en el barrio en 1937, aunque mudado a Sarmiento 212, curiosamente ambos domicilios a dos cuadras de donde bastante tiempo después encontrará la muerte.

En 1933, Oliverio Girondo vive sobre Corrientes, en el número 915, y para los años 37 y 38 se ha trasladado, debido al Obelisco, a Suipacha 1440, cerca de Libertador. Los González Tuñón (en la guía dice “Familia González Tuñón”) ocupaban el 578 de Yapeyú en el año 32, y el 709 de Pueyrredón en 1937. En un hipotético viaje entre ambos sitios, Samich piensa que el actual 115 podría servir. Roberto Giusti es el primer escritor que, según esta búsqueda, aparece en el año 32 en la provincia, calle José Manuel Estrada 2236, a una cuadra de la estación Martínez. Samich encuentra también que, en 1932, la “Familia Ingenieros” vive en Cangallo 1544, o sea, a tres cuadras de la mujer de Barletta y a dos de la casa de Gálvez. Leopoldo Lugones tampoco está lejos, Callao 676 en 1932, aunque en 1937, como si se tratara de la mudanza postrera, aparece en Santa Fe 1391. Previsiblemente, Leopoldo Marechal vive en su legendaria calle Monte Egmont en 1932, frente a la mítica curtiembre de entonces, y en 1938 ha pasado a Rivadavia 2341, entre Congreso y Once. Samich une ambos puntos: el 19 es una buena opción, o mejor, el 105. Roberto Mariani también se muda: va de Potosí 4260 en 1932, a pocas cuadras del Parque Centenario y frente al Hospital Italiano, a Boulogne Sur Mer 282, cerca del Mercado de Abasto. Ezequiel Martínez Estrada no se muda, pero al igual que Bioy Casares cambia misteriosamente de número de teléfono: en el año 32 tiene, en Lavalle 166, el 31 Retiro 0304, y en 1937 atiende el  31 Retiro 1457.

Podemos imaginar lo que Samich imagina: individuos solidarios con Cortázar, que se apuran por cotejar la verdad en las guías telefónicas para que los visitantes de afuera puedan llamarlos, si quieren. Samich también imagina a cada escritor de Buenos Aires repitiendo la fórmula escrita, donde se mezcla una cuota de confianza y de accesibilidad, con otra dosis de tono mundano, que dice aproximadamente: “Búsqueme en la guía, donde otros han puesto mis datos por mí”. El caso de Gustavo Martínez Zuviría en el año 1932 resulta para Samich un poco curioso, porque tiene como domicilio el lugar del que es director, la Biblioteca Nacional, por entonces en la sede de la calle México 564. El teléfono que figura como suyo es el 33 Avenida 0824.

Samich vuelve otro día a la Biblioteca Nacional, precisa completar su raid telefónico. Pasa con rapidez por las hermanas Ocampo. (Silvina vive en el 1650 de Posadas, ya desde entonces permanente, y Victoria se localiza duraderamente en la famosa casa de Rufino de Elizalde 2829 en el año 32, y 2847 en el año 38; mantiene el mismo número de teléfono: 71 Palermo 3671. Y Samich se pregunta por este cambio de pocos metros, en la misma cuadra, si no encubrirá algo importante, o al contrario si no significará algo menor.) Más tarde, ubica a María Rosa Oliver en Guido 1521, no lejos de su amiga Silvina, y encuentra a Nicolás Olivari viviendo en pleno Once: Valentín Gómez 2610. Samich piensa que el 124 podía llevar a Olivari a la casa de Oliver. Por su parte, Aníbal Ponce ocupa, en 1932, el 705 de Suipacha, y Bernardo Verbitsky vive en 1940 en la calle Quito 3971, a dos cuadras de donde habían estado, años antes, los González Tuñón.

Desenlace

La historia da ahora otro salto, aunque corto. Samich está abocado a una etapa de verificación empírica. Lleva anotadas varias direcciones y va de un lado a otro de la ciudad. Camina cuando se trata de puntos cercanos o toma colectivos cuando son lejanos. Si uno lo ve, piensa en alguien absorbido por una actividad burocrática, o por lo menos una actividad hacia la que se siente obligado. En realidad, uno imagina que Samich busca reponer un mundo acotado de seres antiguos. Por ejemplo, acaba de dejar las manzanas aisladas donde vivió Cortázar y se dirige a Navarro 3528, vieja casa del recordado Lorenzo Stanchina. Hasta donde Samich alcanzó a ver, es el escritor más próximo, unas nueve cuadras si aprovecha la diagonal de la Avenida San Martín. Entiende que no vale la pena subirse a un colectivo. Como si se tratara de un ejercicio de ficción, esas direcciones son las únicas señales sobrevivientes del pasado, que sin embargo precisan de las guías telefónicas para presentarse como documentos en la mente de Samich. Para la mente de Samich, las guías respaldarían las direcciones, y los lugares físicos vendrían a ser las pruebas de las guías. Pero ocurre que ya casi nada de eso existe…

Podemos suponer que acá es cuando Samich opta por abandonar su pensamiento y plegarse a la sucesión indiferente del paisaje de Buenos Aires. En las novelas de Stanchina está también el Pasaje Güemes, asociado a los mismos motivos prostibularios que en Cortázar. Samich imagina a Buenos Aires como una extensa colonia de escritores, el territorio temático donde intercambian números de teléfonos, comidas, fotografías y conversaciones. La ciudad vendría a ser el escenario, y como tal elemento central y a la vez accesorio. Podemos imaginar que Samich siente haber llegado tarde a la colonia, o intuye haber consultado fuentes demasiado atrasadas.

En unos días volverá a su atalaya tropical. Allí distinguirá la luz cremosa y le parecerá poco creíble que cierta lejana comunidad de seres urbanos utilice, en ausencia suya, colectivos y teléfonos para comunicarse. Como si copiaran costumbres de tiempos lejanos mientras simulan aplazar las acciones verdaderas hasta el próximo regreso del testigo. Cosa que éste, tampoco sin mejores opciones a la mano, agradece.
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