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EL SENDERO DE LOS INDECISOS
SERGIO CHEJFEC
La escena pertenece a una telenovela venezolana. Es de noche, a finales de los años 70. El galán está en la sala junto al teléfono y debe hacer una llamada crucial. El mundo, firme hasta este momento, se desmorona: sabe que, al contrario de como ocurre en general en las telenovelas, la mujer lo dejará. El protagonista duda, no se anima a llamar, es probable que juegue nerviosamente con un cigarrillo. La imagen está fija y el ambiente se tensa. Hasta que la cámara se acerca, y el actor ejecuta el breve parlamento introspectivo que lo convertirá en prócer de una virtual internacional de seres inseguros. Comenta mirando el piso: “Yo antes era indeciso. Ahora no sé”.
Nunca pude ver la escena, y apenas supe de ella la adopté como blasón secreto. Para un indeciso hay pocas cosas más tortuosas que tomar una decisión o elegir entre varias opciones; pero también sabe que tarde o temprano tendrá que hacerlo. El verdadero problema está en la convicción que asigna a los otros: el indeciso cree que los demás toman decisiones --cuando en realidad se someten a las pocas o muchas opciones que la vida concede--. El indeciso sería aquel que quiere decidir más que la media y, sobre todo, a toda costa, porque en cada decisión inminente hay una batalla a enfrentar contra todo sentido prefijado. Esencialmente, la indecisión se recorta sobre lo ya decidido por uno mismo y por los otros, y sobre la proliferación de los hechos consumados que mueven la realidad. En lo decidido, en tanto efectivamente real, el indeciso ve la amenaza del error. La indecisión vendría a ser efecto colateral de los elevados riesgos de frustración, desengaño o irresolución inscriptos en los hechos instalados, tanto en el mundo construido como en la naturaleza.
Cuando asistimos o nos sometemos a ella, en general no importan los motivos que sostienen la indecisión, el hecho es que desconcierta más que cualquier sorpresa. Mientras transcurre (¿transcurre?, ¿la indecisión perdura como momento?, ¿cómo llamar a una indecisión continua a lo largo del tiempo?) es como si la circunstancia que la contiene se transformara en algo llamativo e inocuo, y rodeándose de una coloración inesperada,, se convirtiera, la circunstancia, en objeto estrafalario. En el apartado orden de las narraciones, la indecisión produce también un cambio en el tono de la anécdota. No el desvío o la ansiedad derivada de la sorpresa, ni la conmoción del desenlace. Es una especie de narcolepsia, una suspensión bajo la cual la historia se abstrae de sí misma y parece abrirse a toda expectativa. Me gusta pensar la indecisión como preámbulo o epílogo de la ambigüedad, como una cláusula narrativa mínima de sentidos en espera, que por su misma indefinición pertenece naturalmente al campo de la negatividad. O sea, esos momentos en que las palabras en cadena dicen “No” con palabras distintas al “No”.
Ahora voy a referir un caso real, dicho así con comillas, en parte para favorecer esa dimensión compartida por la realidad y la literatura llamada experiencia. Meses atrás caminaba con uno de los expositores invitados, aquí presente. Era por la tarde, salíamos del mercado donde habíamos comido, y no nos dirigíamos a ningún lugar en particular. En un momento de distraído silencio, mi acompañante refiere en tono de confesión que participará de este encuentro; lo llama “Congreso de la Ambigüedad”. Pero que está cada vez menos persuadido de lo que la palabra significa; en el pasado le resultaba una cosa bastante clara, dice, pero ahora le parece cada vez más oscura porque, presume, la encuentra siempre, aun hasta cuando no la espera. Supuse que quería decir que uno sabe lo que la ambigüedad significa, pero ignora el significado que verdaderamente tiene. Recordé por un momento frases del pasado. Por ejemplo, cuando mis hermanos decían "la libertad es libre" frente a la menor amenaza de restricción o crítica. ¿Uno podría decir "la ambigüedad es ambigua", sin caer en la la simplicidad más simple? Pensé que no, que uno no se detiene frente al significado de la ambigüedad porque sea ambigua sino porque es demasiado abstracta, o relativa a la condición o la circunstancia. Me dije que uno se detiene frente a la ambigüedad porque es indeciso, porque no está dispuesto a obviar el desafío escondido en su predicación.
Estábamos llegando a la esquina y no sé si el comentario en sí mismo, o el modo de formularlo, nos paralizó junto al cordón. La luz de un semáforo nos hubiera llevado a cruzar, pero no había. Los autos frenaban para cedernos el tránsito, sin advertir que la ambigüedad desatada en la escena impedía que avancemos. Algo muchas veces automático como atravesar la calle prometía ahora un sentido tan recto que intimidaba. Es probable que desde antes, cuando en el mercado habíamos cambiado de sitio en cuatro ocasiones sin decidirnos por ninguno, ya un síndrome de vacilación nos perseguía y que era en este momento cuando había decidido acabar de ensañarse con nosotros.
Imaginé que salían de nuestros pies hileras de puntos suspensivos, acaso inverificables pero igualmente gráficos: esos puntos sobre la línea que anuncian lo innecesario de continuar porque ya se sabe, o porque se puede decir cualquier cosa. Pero sobre todo el comentario sobre la ambigüedad me sometió, creo que a los dos, a lo que podría llamar régimen de indecisión. No sólo me resistía a cruzar, sino que carecía de fuerzas para reaccionar en cualquier dirección.
La verdad es que carecimos de la gota de voluntad suficiente para superar este tipo de trances. También imaginé extensas líneas puntuadas sobre los senderos solitarios de esta región, precisamente como indican los mapas las rutas de caminantes; cada hilera de puntos obediente a los pasos de algún indeciso de fuste, legendario o anónimo. Mi compañero también se hundió en sus propios pensamientos, y creo que sólo pudimos retomar el andar cuando mencioné la escena de mi héroe de telenovela y comentamos un par de frases sobre esa historia. Como si se tratara de un objeto, fue el relato mágico que permitió olvidar la parálisis del momento.
Ello me hizo pensar que la indecisión puede ser vista como expresión escénica de la ambigüedad: las cosas no parecen muy claras, o parecen varias cosas distintas al mismo tiempo, y por ello cuesta definirse; se produce un bloqueo. Las acciones requieren a veces de una energía propicia, no grande ni pequeña, sino adecuada. Pero a veces pasa lo contrario: las cosas son demasiado transparentes, y es la indecisión (sea en términos abstractos o prácticos) lo que torna ambigua la situación. Supuse que no habría faltado alguien observando desde alguna ventana. ¿Habíamos representado una ambigüedad de principio, que tiene como efecto generar acciones opacas y medianamente inclasificables, o una ambigüedad de sentido, o sea, nos plegábamos a la ambigüedad instalada en el mundo desde sus fundamentos?
Una digresión
Leo en un suplemento de libros del domingo 17 de marzo el comentario de Stephen King sobre una novela de Joyce Carol Oates (The Accursed - El maldito). Comienza diciendo: “Algunas novelas resultan casi imposibles de comentar, ya sea porque son profundamente ambiguas, o por las grandes sorpresas que el texto ofrece y que el comentarista no quiere revelar. Ambas limitaciones se aplican a El maldito”. El maldito es una novela gótica, de modo que la noción de ambigüedad, con el calificativo de “profunda”, profundamente ambigua, está referida al sentido general de la historia. Como género organizado alrededor de estrictas convenciones, y viniendo el comentario de S King, es difícil pensar que la novela de Oates sea ambigua en su organización y desarrollo. Uno podría decir que la ambigüedad de significado (o sea, por ejemplo, ¿qué nos quiere decir o dice Un corazón simple, de Flaubert?) es más tolerable que la ambigüedad del significante; y que hasta ese límite llega la habitual mirada crítica sobre los géneros.
Menciono una típica escena literaria de indecisión: “Sentado junto a la señora Prest contemplaba aquel edificio cubierto por la niebla dorada de Venecia cuando mi amiga me preguntó si deseaba hacer esa visita mientras ella me esperaba en la góndola, o bien volver otro día. Al principio no podía decidirme, quería aún pensar más despacio sobre el proyecto, temía toparme con el fracaso, lo que, como le hice notar a mi compañera me dejaría sin ninguna otra flecha para mi arco.” (p.100, Los papeles de Aspern, trad. Sergio Pitol)
El protagonista de Henry James teme equivocarse. Un mal paso podría arruinar los planes de hacerse con ese tesoro de cartas que asedia como un cazador. La indecisión es el tic invisible de la novela. Fuera de su deseo de gloria prestada, el protagonista preferiría morir antes de estar seguro de nada. Codicia los papeles de Aspern más que nada en el mundo, pero encuentra odioso que para conseguirlos deba tomar decisiones relacionadas con su plan, que imaginaba despejado por motivos de justicia poética, porque la toma de decisiones implicaría conceder importancia a quien los retiene sin merecerlos. Es en este choque de expectativas que los escrúpulos se convierten en un problema. Incapaz de tener otro sentimiento fuera de la pasión crítica por Aspern, aunque pasión burguesa al fin, cuya urgencia no alcanza sin embargo para pagar cualquier precio por su realización, la indecisión a la que esta extraña dialéctica somete al crítico, no habla solamente de un rasgo de carácter, sino que también sugiere un diagnóstico sobre los actos y discursos referidos a la literatura. ¿Cómo leemos la vida de un escritor?; ¿qué tipo de verdad precisa el crítico?; ¿cuántas máscaras puede llegar a necesitar?
En Los papeles de Aspern la indecisión es dramática, es parte del engranaje de causa y efecto propio de los relatos psicológicos. Pero hay textos en los que la indecisión no tiene ese mandato; deja de ser rehén de la subjetividad asociada al realismo para permitir formas variables y fragmentarias de ambigüedad. Quiero decir, casos en los que la indecisión no está presente como avatar del carácter, pero participa, si puede decirse así, en la concepción y composición de ciertas obras. No es que los autores deban ser indecisos en tanto individuos, o no solamente eso; sino que a veces se producen opciones vinculadas a la irresolución o elasticidad de los criterios de composición que se manejan. Esas “indecisiones”, entre comillas, son esenciales para la naturaleza híbrida o ambigua de la obra.
Voy a proponer entonces algunos casos de indecisión. Probablemente cada uno de nosotros tenga su legión preferida de autores o fragmentos indecisos. Ofrezco este y propongo las ambiguas enseñanzas de cada uno. En parte digo fragmentos porque me resultaría difícil postular obras indecisas en su conjunto, salvo como metáfora, aunque sin duda la idea de obra o fragmento indeciso también lo es; en todo caso digo fragmentos en la medida en que la misma idea de “obra”, como entidad unitaria, atenta contra la noción esquiva, terminante pero a veces incidental, de indecisión. Y aun así la idea de “fragmentos” también es inadecuada, ya que sería más correcto hablar de modalidades. La modalidad, a mi entender, es menos asertiva que una regla o principio de construcción, pero más incontrolable que cualquier intencionalidad. Muchas veces el modo se impone a las intenciones. Es entonces cuando se perfila la indecisión como un elemento asociado a la forma.
La indecisión trémula
Alguien intenta escribir una historia cuyos detalles no conoce ni le interesa conocer, fuera de haber entrevisto en la calle (aunque tampoco es seguro) a quien será su principal personaje. Ha visto a esta muchacha y al mismo no la ha visto, porque ignora todo sobre ella. Entonces se somete a la tortuosa actividad, llena de vacilaciones, de darle vida. Está al tanto de los arquetipos presentes en la escena social, quien será la protagonista es uno de esos iconos, una muchacha pobre, migrante y desamparada, y admitir la fuerza simbólica de ese prototipo, irradiación basada en lo extendido y popular del fenómeno, sumerge al narrador en permanentes tribulaciones.
En tanto historia, La hora de la estrella se le presenta al narrador de Clarice Lispector como un juego de alternativas: una de las opciones apunta a la fábula, otra hacia la narración realista. La novela supone una historia con gradaciones, efectivamente, pero también describe un vaivén entre los dos formatos sin optar por ninguno. Esta ambivalencia irresuelta entre realismo social y fábula moral, y entre una escrupulosa determinación narrativa y una intermitente abstracción existencial, rescata a esta novela del comunidad interpretativa vinculada con los formatos y géneros testimoniales de los años 70. En todo momento el relato anuncia que puede dispararse hacia cualquier lado. Esa indefinición no solo predica rasgos y valores del personaje, sino también el sentido de la historia y el género del relato: ¿es crónica, narración, alegoría?; ¿esto que estamos leyendo y nunca termina de definirse será historia de fantasmas, novela social, folletín?
Y también uno puede ver otra oscilación irresuelta, la que vibra entre las miradas objetiva y subjetiva del narrador. Por momentos refiere a Macabea y todo su entorno como síntoma o mecanismo más o menos opaco e irrepresentable, y por momentos asume la mirada subjetiva de ella como si se tratara del más transparente personaje del siglo xix. Creo que Lispector coloca en esta ambivalencia buena parte de su interrogación realista. Como si el punto de vista debiera ser indeciso, entre objetivo y subjetivo, para garantizarle a la ficción un estatuto de verdad. (Un estatuto de verdad que no se localiza en lo “cierto” o histórico, sino en la coherencia de la sencilla y por momentos básica impostación de lo representado.)
Es como si el narrador advirtiera que el precio que la literatura paga para ser escrita es arrancarse de la determinación (social, realista, psicológica, etc), y que las opciones narrativas dirigidas a rescatar la historia sobre el resto de las historias presentes en los distintos discursos sociales, operan en realidad como un equilibrio dinámico de indecisiones.
La indecisión negativa
En 1999, Mercedes Roffé publica Definiciones mayas, un libro de poemas de extraña y aparente simplicidad. Tiene apenas veinte páginas y podría ser menos que un libro, una plaquette. Mínima extensión, sencillez enunciativa y enigma formal encajan perfectamente para producir un efecto de densidad poética alrededor de cosas en general vinculadas con otros órdenes. El libro consiste en cuatro poemas que buscan explicar los usos de cuatro locuciones o palabras. Estos usos están descriptos por un hablante. Imaginamos un informante de carne y hueso no porque haya detalles que lo pinten corporalmente sino porque los poemas tienen la oralidad desviada propia de la explicación deferente, selectiva, que no cesa hasta que haya agotado por completo el objeto descriptivo. Se trata de un hablante imaginario de otra lengua, también imaginaria, que a través de ejemplos de uso recto y convencional busca explicar el significado de las expresiones elegidas. Voy a dar un breve ejemplo. Es el primer poema, dedicado a él “A veces”. Los otros tres son “También”, “Entonces” y “Paisaje”.
A veces
Se dice cuando
no siempre se puede algo
un hábito o costumbre
no muy frecuente
no de todos los días
--tampoco nunca
Se dice cuando de vez en cuando algo
como sentirse triste o solo feliz o hermosa
sucede como decir cada tanto
un día sí dos no
un día sí tres no
pero no regularmente
no cada dos días
ni cada tres
ni todos los sábados
ni los jueves
ni dos de cada tres viernes
sino por ejemplo un viernes
y luego no
y luego, dos semanas o tres más tarde
otra vez
y luego no –cinco días o seis o quince
y luego sí
Suele también suceder
que llegamos a olvidar por un tiempo algo
a alguien
y de pronto lo vemos, pensamos, lo tenemos o recordamos
o echamos
otra vez de menos
después de un tiempo
y después de un tiempo otra vez
y otra vez después de cierto tiempo
O se dice a propósito
de algo que sucede
por lo general en el alma
como un ritmo
o con un cierto ritmo
que por lo general ignoramos
que, más bien, reconocemos
cada vez
y cuando recordamos que cada tanto aparece
que ya van varias veces que aparece y lo reconocemos
entonces decimos que sucede
cada cierto tiempo
cada cierta medida
de un tiempo que desconocemos
como querer cantar o enamorarse
como sucede la lluvia
a veces
Creo que buena parte de lo logrado de este libro se basa en el tono conversacional y especulativo del registro, como si la lengua, y por extensión la poesía, alcanzara su objeto cierto cuando adopta la vacilación indicial propia de esas escenas en las que se le describen cosas a alguien que lo ignora todo. Hay una indecisión negativa en la base de estas operaciones, en la medida en que cada poema semeja un léxico que, antes de transmitir acepciones sumarias y certificadas por los diccionarios, parece proceder por sustracción, ejemplificando usos de una oralidad instalada en muchos lugares a la vez: en la cultura, en la memoria, en las emociones, en los clisés de la lengua. La indecisión opera aquí como el campo de opciones semánticas asociadas con el uso y el significado, esto es obvio, pero también como forma de una elocuencia explicativa que se convierte en poética gracias justamente a esa vacilación entre los distintos significados, como si se tratara de una lengua gestual.
La indecisión especulativa
Tomo como caso un relato muy breve de Lydia Davis. El tema es algo inapropiado, pero es precisamente lo inapropiado del tema lo que convierte a esta narración en una especie de divagación hipotética sobre el camino a seguir, y sobre las conclusiones a las que arribar frente a un hecho cuyo responsable ignoramos y queremos descubrir, y sobre cuya naturaleza tampoco estamos muy seguros. El relato es en realidad una gran especulación indecisa, que en ningún momento se resuelve a actuar dada la procacidad de los hechos y las consecuencias indeseadas de cualquier curso de acción. Voy a ofrecer una versión personal del texto, que aunque fallida siempre será mejor que cualquier intento de resumen.
“Flatulencias. Ella no supo si había sido él o el perro. Ella no había sido. El perro estaba tendido sobre la alfombra de la sala, entre los dos. Ella estaba en el sofá y el visitante se hundía un poco tenso en lo profundo de la poltrona cuando, más bien suave, el olor se esparció por el aire. En un principio ella pensó que había sido él, y se sorprendió porque por lo general la gente no dispara flatulencias cuando está acompañada –o por lo menos no de manera ostensible--. Mientras conversaban pensó que había sido él. Sintió un poco de ternura, lo imaginó nervioso y avergonzado de haber lanzado aquello en su presencia. Pero de repente se le ocurrió que podía no haber sido él, sino el perro; y todavía peor, advirtió que si había sido el perro, él podía pensar que había sido ella. Esa mañana el animal había robado un gran pedazo de pan y se lo había comido, y ahora podía estar lanzando flatulencias sin preocuparse de otra cosa. Por lo tanto, de inmediato quiso dar a entender que ella no había sido. Ciertamente, existía la posibilidad de que él no se hubiese enterado de nada; pero era listo y se veía alerta, y dado que ella se había dado cuenta, muy probablemente él también, a menos que estuviera demasiado nervioso para advertirlo. El problema era cómo decírselo. Ella podía mencionar algo sobre el perro y disculparlo. Pero acaso no había sido el perro, había sido él. Tampoco podía ser directa y decir “Mira, bueno, pedorreaste y está todo bien; pero sólo quiero aclarar que no fui yo”. Aunque sí podía decir: “El perro se comió un gran pedazo de pan esta mañana, y creo que es quien ahora pedorrea”. Pero si había sido él, y no el perro, eso podía llegar a avergonzarlo, aunque también podía no hacerlo. A lo mejor ya estaba avergonzado, si había sido él, y aquel comentario aportaría una vía de escape a su vergüenza. De todos modos el olor ya se había disipado. Quizás el perro pedorrearía de nuevo, si había sido el perro; y esta era la única cosa en la que ella era capaz de pensar: el perro pedorrearía de nuevo, y si había sido el perro ella de inmediato se disculparía, hubiese sido el perro o no; lo que podía liberar de vergüenza al invitado, si había sido él.”
Me gusta ver esta pieza como un soliloquio en tercera persona que avanza desde la restricción impuesta por la indecisión, tanto como duda y como inseguridad. Al igual que en la literatura policial, el relato se construye a partir de un enigma. Y también como en ese género, se orienta a resolverlo buscando al culpable. Pero no siempre el policial deja ver que el relato es también la construcción del asesino, mientras que este breve relato de Davis muestra claramente que la oscilación entre los potenciales culpables se resuelve en contra de uno, de acuerdo a criterios de mundanidad. El protocolo mundano, o sea, las formas y la corrección de palabras y modales, el control sobre los sentidos secundarios de lo dicho, parece acá el calabozo de un Kafka prosaico, atrapado en la red insalvable de hechos intrascendentes. (Digo prosaico sin desmerecer al Kafka real, cuyo prosaísmo fue cruelmente recortado por exégetas y críticos.) Creo que la narración especulativa, que en el caso de este ejemplo bordea cuidadosamente la caricatura de un desarrollo analítico, hace de la indecisión un tono verbal que está entre la acotación escénica y el boceto privado que se atesora para la posteridad. La indecisión del texto proyecta la ambigüedad de la anécdota hacia la naturaleza de lo escrito.
La indecisión plástica
Lorenzo García Vega, nacido en Cuba en 1927 y muerto el año pasado, escribe como quien selecciona objetos para collages, instalaciones u obras en tres dimensiones. Lo que aparece en sus libros (pueden ser anécdotas, situaciones, sonidos, objetos, olores, recuerdos, etc.) está liberado del desgaste del tiempo. Todos esos elementos provienen de la experiencia, casi todos pertenecen a distintos momentos del pasado; y sin embargo, aun cuando se trate de los más antiguos se presentarán junto con los más recientes en un mismo plano de la perspectiva. Una economía estricta organiza la memoria en García Vega, según la cual el tiempo no debilita la densidad del recuerdo, en parte porque, gracias a los textos, está fijado a soportes materiales que, asombrosamente, en la imaginación evocativa no se degradan.
Las indecisiones de García Vega son compositivas y se presentan como ardides explicativos en los que evalúa y describe los objetos que recolecta. Aceptando unos y descartando otros para más adelante. Este procedimiento de reunir ideas o eventos materializados está inspirado en Joseph Cornell, a quien menciona bastante en sus libros; menciona en especial las famosas cajitas de madera de Cornell, elaboradas con objetos de distinta procedencia y reunidos, gracias a una paciencia manual que refuta cualquier idea de surrealismo como arrebato, con el ambiguo propósito de revelar y ocultar a la vez algún punto del pasado o un evento relacionado con la interioridad.
De un modo semejante, ä la Cornell, García Vega toma momentos y los describe como si fueran objetos, casi siempre sin decidirse a incluirlos en las escenas que va componiendo. Cualquier desarrollo de García Vega puede incluir un aroma del pasado, el golpe de una puerta al cerrarse, el calor de la tarde, un árbol bajo el sol o la portada del libro que acaba de leer. Cada uno de estos “objetos” se inscribe en un desarrollo particular, el del origen como elemento perteneciente al reservorio “García Vega”. Pero la narración oscila entre la afirmación y el descarte de los elementos elegidos, como si momentáneamente no calificaran para el proyecto. Esa indecisión suspende los límites entre pasado, subjetividad, memoria y mundo efectivo. La modulación de García es por otra parte enfática y vacilante, que afirma y desmiente, y tiene el efecto de contradecir el pacto de verdad inscripto en el modo confesional que habitualmente adopta. Todo esto torna difícil hablar de “libros” o de “historias” como unidades portadoras de contenido. En realidad la unidad de García Vega es la escena; la secuencia flexible y ramificante que va armando un relato apoyado en distintas temporalidades y registros.
Transcribo estas líneas de uno de sus últimos libros, “Son gotas del autismo visual”, dedicado a testimoniar su así llamada experiencia como “poeta visual”.
“El personaje 36 abre los ojos, y entonces se encuentra en un mundo desolado.
Después me enfrento con lo verde que una vez vi, en Chichén Itzá.
Lo verde, y una neblina.
Pero desde ahí se levantan otros olores, otros sabores, experimentados antes, muchos años antes, en otro lugar, en el Central Australia, el Ingenio de mi infancia.
Chichén Itzá yuxtapuesta al Central Australia.
Esta alucinación me propone un delirante relato visual.
--Sello de correo donde diminuto campo de trigo junto a un, también diminuto, sol anaranjado.
Con la flechita del mouse se amplía ése diminuto paisaje que exhibe el sello de correo.
Y, sobre todo, al hacer clic, trigo y sol anaranjado, quedan definitivamente iluminados.
--Fijar, describir ese extraño momento en que, dentro de un día invernal, se inserta el fragmento de un luminoso día de verano.
Pero lo enrevesado del asunto es una extraña yuxtaposición en la que, sobre el extraño momento, se colocan subtextos góticos, ilustrando la visión de un edificio de película de terror donde, a un personaje, es como si una mano lo fuera dibujando, en el mismo poema donde se cuenta su vida.”
Creo que interesa ver cómo un modo enumerativo trata de imponerse a la narración. Y que esa forma, que no se decide entre la introspección subjetiva y la descripción plástica, exige una sola cosa como condición de posibilidad, la autorreflexión. La obra autorreflexiva, o sea, aquella que se muestra como objeto a representar y que nunca deja de tener conciencia del estatuto artificioso que la anima.
Conclusión
Estos casos mencionados apuntan a sugerir cómo distintas estrategias indecisas, muchas veces más allá de la intención del autor, someten a las composiciones a diferentes modos de ambigüedad. No creo que la ambigüedad sea sólo atributo del sentido. Debemos regresar a la forma cuando la mera ambigüedad del sentido, de tan fatigada, le quita sentido a la ambigüedad. De algún modo, lo indeciso sería un tipo de gestualidad variable y transversal, al que todo tipo de literatura está expuesta, pero que alcanza su máxima realización cuando se transfigura en recurso esencial, secreto o deliberado, de composiciones autorreflexivas, como hemos visto en estos cuatro, espero que elocuentes, ejemplos.
* Publicado en el número 54 de la Revista Iberoamericana, Frankfurt 2014 |