ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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La Puerta Entreabierta



Cosas que ya no existen



Brumal



Todos los cuentos



Parientes pobres del diablo



El ángulo del horror



Cristina Fernández Cubas
LA CASA IMPOSIBLE

CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS

Un buen día, hace ya algunos años, Vila- Matas se encontraba apuntando teléfonos de amigos en una agenda nueva. De repente se le ocurrió un nombre -pongamos que Dolores -, un apellido -digamos que McKenzie-, los apuntó también y les adjudicó un número. Dejó la agenda abierta en un lugar bien visible con la idea de que su mujer no tuviera más remedio que descubrirla y preguntarse intrigada quién podía ser esa Dolores McKenzie  escrita en mayúsculas y, encima, subrayada en rojo.   Pero las cosas no sucedieron exactamente así. Movido  por un impulso súbito se descubrió a sí mismo marcando el número que había compuesto al azar hacía apenas unos minutos. Contó tres llamadas.  Una mujer con voz cansada respondió al teléfono.  El autor preguntó entonces por la amiga inventada. La mujer cansada suspiró y, cuando Vila-Matas esperaba un presumible “Se equivoca”,  escuchó  sorprendido: “Un momento. Enseguida se pone”. Antes de colgar todavía acertó a oír los gritos de la mujer reclamando a Dolores, unos gritos con eco, como si la casa  a la que había llamado fuera enorme, no tuviera muebles  y en las paredes  o en los techos resonaran voces, pasos e incluso sus propios latidos. Pensó entonces lo imposible. La casa y sus habitantes eran; se hallaban en penumbra, adormilados, inmóviles, en un lugar impreciso  al otro lado del hilo, y  sólo despertaban si a alguien, como a él ahora, se le ocurría llamar y creer por un momento en su existencia.

Esta es mi versión. Pero  hay otras, y no  siempre Dolores McKenzie está en condiciones  de   ponerse al teléfono. Puede que haya  salido, que ya no viva allí, que  acabe de nacer  o  que comparta nombre y apellido con una legión de primas, amigas o parientas lejanas. No hace falta explicar que detrás de todas las  posibilidades se encuentra a buen seguro el autor de  Exploradores del abismo,  pero si lo cuento como lo  acabo de hacer  es porque, en mi  recuerdo,  así  él me lo contó.  Y aún veo esa sonrisita de Satam Alive (el   nombre de E. Vila Matas al revés, como señalara un buen día Jordi Llovet); sonrisa que tiene tanto de maligna como de infantil, de niño pícaro que acaba de hacer una travesura, aunque posiblemente no tarde en olvidarla. Eso, al menos, es lo que nos sugiere el propio Enrique en  Fuera de aquí,  magnífica conversación  con André Gabastou y libro de lectura obligada para cualquier vilamatiano que se precie. La infancia no significó absolutamente nada para el autor y no ha influido por tanto en una obra literaria ya vasta que él considera libre de “la carga del equipaje infantil y juvenil”. Pero tal vez le quedó la sonrisa tras la travesura que  nunca cometió; un gesto apenas esbozado que yo traslado a menudo a muchos de sus personajes. O al revés. Y ahí está quizá la primera razón por la que he recordado a Dolores McKenzie después de tanto tiempo. Por el continuo trasiego entre autor y personajes o  la constante  confusión entre realidad y ficción. De ahí que  vuelva a la extensa conversación con Gabastou y a alguna de las fotos que la ilustran. Una en concreto. Enrique de niño mirando a la cámara  vestido de torero con la muleta en la mano. Quizás ya entonces apuntaba maneras,  aunque, como sabremos  casi enseguida,  no era con el toro de la literatura con el que pensaba bregar. Es más, ni siquiera se le había ocurrido. O eso dice. Porque según una de las dos versiones oficiales, V.M. se hizo escritor para emular a Mastroianni en La  Notte de Antonioni, aunque, según la otra, se trató únicamente de un pretexto para  quedarse en casa las mañanas de  los veranos familiares y evitarse la playa con la penosa obligación de tomar el sol. Versiones propagadas por el propio autor y tan auténticas como todas las Dolores Mackenzie que poblaron en su día una casa imposible. Pero sigamos leyendo.

En el segundo capítulo Vila-Matas se refiere de pasada a sus entrevistas inventadas (o mejor, a sus falsas traducciones de entrevistas verdaderas) en la mítica Fotogramas de finales de los sesenta. Y ahí sí me gustaría detenerme unos instantes. Porque esas libérrimas adaptaciones –debidas a  su absoluto desconocimiento del idioma inglés y al miedo de quedarse en la calle en  caso de que se descubriera- marcaron, a mi entender, un importante precedente de lo que sería, tiempo después, una de sus destacadas características. Pienso otra vez en el baile entre ficción y realidad, fabula y vida, ensoñación y recuerdo. Y pienso  especialmente en  lo inteligentes, rápidos y oportunos que me parecieron en su momento todos los  entrevistados sin excepción: escritores, actores, directores de cine, bailarines… Nadie llegó a protestar y no me sorprende.  En primer lugar porque los ilustres entrevistados eran extranjeros, y no parece probable que, en aquellos tiempos, tuvieran la menor noticia de las declaraciones que se les atribuía. Aunque, de haberlo sabido, ¿qué razón podían esgrimir para quejarse? No me cuesta  imaginar a más de uno felicitándose por lo acertado e inspirado que llegó a estar en cierta ocasión (que curiosamente la memoria no  lograba situar), sin que pudiera  sospechar siquiera que detrás de aquel compendio de sagacidad y sabiduría se ocultaba  un muchacho de aspecto frágil y pálido, perennemente vestido de  negro, amigo de amigos también  vestidos de negro junto a los que, durante un tiempo, compartió la rompedora etiqueta de underground. Una adscripción que les había caído encima sin buscarla, pero en la que, según las apariencias, se encontraban a gusto. Todos se sentían a años luz de la llamada “cultura oficial”. Todos eran artistas aunque todavía no se supiera muy bien  en qué. Y Enrique, para empezar, abandonó uno de aquellos días su creativo trabajo en Fotogramas para convertirse en director de cine y rodar un corto. Una pasión fulminante que no tuvo, sin embargo, la continuidad que muchos le auguraban. Años después, con ya tres novelas en su haber, publicó su primer libro de cuentos bajo un lema rotundo: Nunca voy al cine. Título que cierto director de cine catalán, tan enamorado del séptimo arte como Vila-Matas de la literatura, todavía no le ha perdonado.

Los genes de lo que luego sería su obra estaban, pues, presentes en aquella juvenil impostura ejercida en el marco de una revista semanal. Pero aunque Impostura  fuera precisamente el título de la novela que sucedió a su primera colección de relatos, tendríamos que esperar al año siguiente -1985- para que el autor desplegara toda su baraja en el salón de baile  -o de juego- de su personalísima Historia abreviada de la literatura portátil. A partir de este momento Enrique Vila-Matas sólo iba a parecerse a sí mismo.

No sería del todo justa si en este, para mí, punto de partida olvidara el placer que me procuró la lectura de La Asesina Ilustrada, segundo libro del autor   que leí de un tirón a los pocos días de publicado allá por el año 1977. De la misma forma que quisiera  dejar  patente   mi agradecimiento de lectora extendido a  sus títulos posteriores y a la capacidad   de nombrar por primera vez lo que hasta entonces no había  tenido nombre  (Hijos sin hijos, en este sentido, sería el mejor ejemplo). Pero la Historia  abreviada marcó el pistoletazo  de salida. El despegue. Un canto a la libertad y a un estilo propio. El diseño elemental de la casa en la que iba a  habitar Enrique a partir de entonces. Estancias con mirillas o agujeros, como los que recoge el autor   citando a su amigo Wilkinson y busca luego en la extraña peripecia de Kassel no invita a la lógica. Escaleras truncadas, espejos, trampantojos. Una casa imposible para la que no   existen planos. Una vivienda portátil, en fin, que crece o se achata, se encoge o se expande y -lo que la hace todavía más inclasificable- se reinventa continuamente  como su dueño. Porque Enrique Vila-Matas, maestro del quiebro y especialista en abrir de continuo nuevos frentes, vive  enfrascado en un imparable work in progress consigo mismo y con  su ingenio. Y esta es mi sencilla respuesta como jurado a la pregunta de los Carnets de Formentor para los que ahora escribo.  ¿Por qué votó usted a Enrique Vila Matas?  Por todo esto.

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