ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Georgia O´Keefe en México
Georgia O´Keefe en México








SED DE MAL
(Sobre 2666, de Roberto Bolaño)

EDUARDO LAGO

«Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres».

En esta meditación de tono sublime y mayúsculas alegorizantes acerca del destino de la obra literaria falta el Autor, pero sobre todo se echa de menos al coro de personajes que, junto a críticos, lectores y escritores, pueblan habitualmente el universo de Bolaño, una corte de los milagros compuesta por putas, jorobados, proxenetas, asesinos, cojos, tuertos, violadores, ladrones, detectives, alcohólicos, torturadores, enfermos, suicidas, soñadores, locos, drogadictos, presidiarios, políticos corruptos, narcotraficantes... En la versión bolañesca de la Biblioteca de Babel, el mundo del hampa es inseparable del de las letras, y en los intersticios entre uno y otro se llevan a cabo transacciones en las que también hay cabida –pero menos– para el común de los mortales. Independientemente de su signo e inclinaciones, esta caterva de personajes se ve arrastrada por pasiones torrenciales, que a la postre los catapulta a los más hondos abismos del mal, la soledad o la locura. El párrafo tiene una línea adicional que reza: «Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia». El contexto indica que la intención es paródica, pero el hecho de que Bolaño muriera a los cincuenta años, en plena eclosión de su genio creativo, dejando inconclusa una novela de más de mil cien páginas, le confiere un aire ominosamente profético a su semijocosa meditación sobre el destino de la literatura. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

En más de una ocasión Bolaño afirmó que hubiera preferido ser detective de homicidios antes que escritor. También dijo que no había nada más cercano a la prostitución que el ejercicio de la literatura. Estos tres oficios (la investigación policial, la prostitución y la escritura) son los que con mayor frecuencia desempeñan sus personajes: México, Distrito Federal, 31 de diciembre de 1975. Un poeta adolescente, una puta y dos escritores (los detectives salvajes) huyen a bordo de un Impala a gran velocidad, perseguidos por un Camaro ocupado por dos matones, un policía corrupto y el chulo de la prostituta. Habla el poeta en ciernes:

«–El asclepiadeo mayor es un verso de dieciséis sílabas por la inserción entre dos cola eólicos de una dipodia dactílica cataléptica in syllabam. Empezamos a salir del DF. Íbamos a más de ciento veinte por hora. –¿Qué es una epanalepsis?

–Ni idea –oí que decían mis amigos. El coche pasó por avenidas oscuras, barrios sin luz...»

El cuarteto se dirige hacia el Estado de Sonora, en busca de una poeta de mítica memoria, desaparecida en el desierto allá por los años veinte. El tema de la búsqueda protagonizada por profesionales de la literatura (críticos o creadores) que tratan de dar con la pista de un escritor perdido en quien se cifra el enigma del mundo y de la existencia aparece con variaciones en Estrella distante (1996), Nocturno de Chile (2000) y, de manera apabullante, en Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004), ejes mayores de la producción narrativa de Roberto Bolaño.  

Vampyr
Vampyr

EL FACTOR BORGES. Nacido en Chile, de donde hubo de exiliarse y adonde regresó fugazmente en un par de ocasiones, la mayor parte de la vida adulta de Bolaño transcurrió entre México y España. Los tres países desempeñaron un papel determinante en su formación como escritor, aunque cuando muy cerca del final de su vida le preguntaron si se consideraba chileno, mexicano o español, se declaró inequívocamente latinoamericano. Política e intelectualmente, Bolaño pertenecía a una generación que se formó en los ideales de «la libertad y la revolución». Fiel toda su vida al sueño bolivariano de una Latinoamérica sin desgajar, en su obra hay una honda conciencia de la dolorosa y conflictiva historia que afectó de modo trágico a su país y a todo el subcontinente. Bolaño se sabía heredero del «gran teatro de Lezama, Bioy, Rulfo, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Sábato, [Benet,] Puig, Arenas» y, aunque no lo cite aquí, sobre todo de Borges, «a quien nunca hay que dejar de releer». Siendo esto verdad, su obra se sitúa en los umbrales de un nuevo paradigma, en el que no está solo, pero del que sin duda es el gran adelantado. Fue un catalán, Enrique Vila-Matas, quien afirmó certeramente que con Los detectives salvajes Bolaño daba «un carpetazo histórico y genial a Rayuela». Seguramente es más que eso: Bolaño (entendido como punta de iceberg de un nutrido grupo de narradores algo o mucho más jóvenes que él, y que incluye nombres como Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Fernando Iwasaki, Leonardo Valencia, Jorge Volpi, Andrés Neuman, Jaime Bayly, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Ignacio Padilla, Alberto Fuguet, Pedro Lemebel) le da la puntilla al alto modernismo latinoamericano. Rayuela es una de las «biblias» que cayeron. Bolaño respeta a Donoso, pero tiene poco que ver con él; admira rendidamente a Rulfo, pero la desmesura de su prosa está en las antípodas de la contención del mexicano, rayana en el silencio. Su deuda con Borges es incalculable, pero es difícil imaginar nada más lejano de las alambicadas ficciones intelectuales del argentino. Bolaño es mitad farsa sangrienta y mitad agonía existencial: en las páginas de sus libros hay salpicaduras de sangre, pus, vómitos y semen. Los detectives que pueblan sus narraciones se parecen poco a los de Honorio Bustos Domecq. Los crímenes que investigan son de una brutalidad muy alejada de la asepsia geométrica descrita en «La muerte y la brújula». Bolaño representa la punta de lanza de una nueva estética, que se aleja a marchas forzadas de voces magistrales que con el paso del tiempo han llegado a cansar.

No es aconsejable tomárselo demasiado en serio: Bolaño se ríe hasta de su sombra. Y, sin embargo, cuando se apaga el eco de las carcajadas, se deja oír un gélido aleteo que nos pone los pelos de punta. Cuando en Estrella distante se descubre que el protagonista, un crítico literario de reconocido prestigio, era responsable de la tortura y desaparición de numerosos escritores, un personaje dice: «Nadie merece morir por escribir mal», alarde de humor negro de cuño bolañesco que llevó a un reseñista a preguntarse si el autor no estaría jugando con la idea de una crítica literaria llevada a las últimas consecuencias. ¿O es al revés? Quizá lo mejor que se puede hacer con la crítica literaria es tomársela a chacota. Bolaño pone el párrafo sobre el destino de la literatura con que se abrió este comentario en boca de un conocido crítico literario barcelonés temido por su ferocidad e instinto sanguinario, un tal Iñaki Echavarne. Cuando Arturo Belano, trasunto del autor en la página, tiene noticia de que le han encargado a Echavarne la crítica de su última novela, se adueña de él un terror incontrolable. La cuestión se zanja con Belano y Echavarne frente a frente, a orillas del Mediterráneo, resueltos a zanjar sus diferencias en un duelo a espada. Todo esto sucede en el capítulo 23 de Los detectives salvajes, con la Feria del Libro de Madrid como trasfondo. Otorgándoles, como en el caso de Echavarne, nombres que apenas disfrazan su identidad real, Bolaño hace hablar a importantes miembros de la comunidad literaria. Al final de cada intervención, hay una coda acerca del punto posible de llegada de lo que se inicia impulsado por la vis cómica. Si ensamblamos las ocho codas se urde un poema-resumen que arroja luz sobre las estrategias textuales del autor:
Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.
Todo lo que empieza como comedia acaba como tragicomedia.
Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.
Todo lo que empieza como comedia acaba como ejercicio criptográfico.
Todo lo que empieza como comedia acaba como película de terror.
Lo que empieza como comedia acaba como marcha triunfal, ¿no?
Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como misterio.
Todo lo que empieza como comedia acaba como responso en el vacío.
Todo lo que empieza como comedia acaba como monólogo cómico, pero ya no nos reímos.  

Volcán, de Vicente Rojo. México DF, 2008
Volcán, de Vicente Rojo
México DF, 2008


LOS FOCOS DE LA ELIPSE. Escribir: asomarse al abismo. Para Bolaño, «la alta literatura, aquella que escriben los poetas verdaderos, es la que osa adentrarse en la oscuridad con los ojos abiertos y que mantiene los ojos abiertos pase lo que pase». Escribir: adentrarse en el infierno; la literatura es «un oficio peligroso». Peligroso porque descifrar el enigma de la existencia implica enfrentarse en términos absolutos al Mal y a la Muerte. Escribir: ejercicio de la inteligencia; equilibrio inestable que se sustenta sobre una pavorosa lucidez. ¿Ingredientes? «Humor y curiosidad, los dos elementos más importantes de la inteligencia». Retrato robot del escritor: a) Curiosidad: alguien con una «disposición intelectual que en todo giro del destino ve un problema de ajedrez o una trama policíaca a clarificar». b) Humor. Aquí, una lluvia de sinónimos: «Querencia por la risa y la broma y la chanza y la chacota y la chunga y el ludibrio y el pitorreo y la chuscada y la chirigota y el choteo y la pulla y el remedo y la ingeniosidad y la burla y la cuchufleta». Algunos de los guías que allanaron el camino. Jonathan Swift: «Me devolvió la alegría como sólo pueden hacerlo las obras maestras de la literatura que al mismo tiempo son obras maestras del humor negro». Franz Kafka: «Su literatura es la más esclarecedora y terrible (y también la más humilde) del siglo XX ». Poe: «La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. Piensen y reflexionen. Aún están a tiempo. A ser posible de rodillas». Borges, Marcel Schwob, Chejov, Alfonso Reyes. Melville, «nuestro guía en el desfiladero», cartógrafo sublime de «los territorios del mal, allí donde el hombre se debate consigo mismo y acaba generalmente derrotado». Al otro lado del desfiladero, Huckleberry Finn: «Twain siempre estuvo listo para morir. Sólo así se entiende su humor». Rimbaud, Baudelaire. Lautréamont (seguido de los surrealistas). James Joyce (que aparece llevando de la mano a Jim Morrison en el título uno de sus primeros libros). Lezama (que al alimón con Joyce le dio su nombre al detective salvaje Ulises Lima). Sor Juana y Ercilla en el alba transatlántica de la lengua común. Dashiell Hammett, sentado a la mesa con Chester Himes, Graham Greene y otros cuantos sospechosos. Malcolm Lowry, oscuro y genial, leyendo borracho los aforismos de Lichtenberg. Leopoldo María Panero colgando en los tendederos del manicomio de Mondragón el Testamento geométrico de Rafael Dieste. Nicanor Parra y Alejandra Pizarnik. César Vallejo, indigente y moribundo, hipnotizado por Monsieur Pain, un discípulo de Mesmer, que trata de rescatar al poeta del abrazo de la Muerte. Lección de los grandes a no olvidar jamás: literatura = honestidad radical. En vida, Bolaño denunció la impostura de nombres consagrados, denostó las falsedades de la fama, la mendacidad del mercado, las insidias del poder («Al poder no le interesa la literatura, al poder sólo le interesa el poder»), la engañifa de los premios, los trampantojos del marketing. Escritor de verdad sólo lo es el que se hunde en el abismo, donde no hay posibilidades de vender. «Vender es venderse», le hizo decir Max Aub a Jusep Torres Campalans. Remacha Bolaño: «La ruptura no vende. Una literatura que se sumerja con los ojos abiertos no vende». Otrosí: «La literatura nada tiene que ver con premios sino más bien con una extraña lluvia de sangre, sudor, semen y lágrimas». Así las cosas, escribir es «algo razonable y visionario, un ejercicio de inteligencia, de aventura y de tolerancia. Si la literatura no es esto más placer, ¿qué demonios es?». Escribir: adentrarse en lo desconocido; Bolaño es parte de un contingente de narradores de España y América Latina que tienen conciencia de haber desembarcado «en un territorio a explorar donde están los huesos de Cervantes y Valle-Inclán».  

Distant Star
Distant Star

PUNTOS DE FUGA. La obra narrativa de Roberto Bolaño constituye una unidad de límites nítidamente demarcados. Cómodo en cualquier distancia, el chileno escribió una decena de libros entre colecciones de relatos y novelas cortas, así como un par de obras narrativas de gran extensión. En realidad no hay gran diferencia entre unas y otras. Las obras mayores se pueden considerar agregados de unidades de menor envergadura. Son muchas las líneas de fuerza que dan cohesión al territorio general de su ficción. De manera paulatina, Bolaño fue delegando funciones en Arturo Belano, su doble ficcional, espejo refractario de sus obsesiones. Con frecuencia, el autor se apoya en él para abrir vías de comunicación entre distintos segmentos del todo narrativo que es su obra. Estrella distante completa un tema apenas bosquejado en el último capítulo de La literatura nazi en América. Publicadas ambas en 1996, la primera narra la siniestra peripecia de un piloto militar pinochetista cuya historia le contó a Bolaño su alter ego ficcional. Tres años después, en Amuleto, vemos a Belano en compañía de Auxilio Lacouture, poeta uruguaya emigrada a México. Belano y Lacouture proceden de Los detectives salvajes, y Amuleto hubiera podido perfectamente estar integrado en aquella novela. Las ramificaciones que unen a los distintos textos de Bolaño se abren indistintamente al pasado o el futuro. «Fotos», uno de los relatos de Putas asesinas (2001), es una rama que le brotó tardíamente al árbol de Los detectives salvajes. Por el contrario, «Prefiguración de Lalo Cura», cuento incluido en esta misma colección, abre su espacio narrativo a uno de los personajes de 2666. Son muchos los motivos dispersos por la obra de Bolaño que prefiguran temas tratados con mayor profundidad en su novela póstuma. Así, en Estrella distante, el protagonista organiza una exposición de fotografías donde pueden verse en detalle los rostros de mujeres torturadas o asesinadas durante el régimen de Pinochet. El tema del asesinato de mujeres inocentes es el eje alrededor del cual se articulan los cinco segmentos de 2666.Aunque su nombre no se menciona en ningún momento, Arturo Belano, según dejó aclarado el propio autor, es el narrador de la novela. En la colección de artículos titulada Entre paréntesis (excelentemente editada por Ignacio Echevarría, amigo y albacea literario del autor, y sobre quien recayó la responsabilidad de fijar el texto de 2666), Bolaño se demora en una intrigante afirmación de William Burroughs, según la cual el lenguaje es un virus llegado del espacio exterior. El comentario aparece en un pasaje dedicado a Philip K. Dick, autor de relatos de ciencia ficción por el que Bolaño siente una viva admiración y a quien tilda de paranoico y esquizofrénico, «una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y la rabia». Son varias las cosas que le interesan del norteamericano, entre ellas la idea de que la realidad (y, por lo tanto, la historia) son alterables. Dick, puntualiza, fue «si no el primero, el mejor en hablar sobre la percepción de la velocidad, de la entropía, del universo». También se ocupó con lucidez de «las paradojas del espacio y del tiempo». Hay zonas de los textos de Bolaño donde la realidad se abre a otras dimensiones que remiten a lectores y personajes a espacios intermedios, físicos o mentales. Nada más iniciarse la tercera parte de Los detectives salvajes, el aspirante a poeta que impartía clases de retórica a bordo del Impala, anota en su diario: «Lo que escribo hoy en realidad lo escribo mañana, que para mí será hoy y ayer, y también de alguna manera mañana: un día invisible». Como en el tiempo, también en el espacio puede haber intersticios de difícil ubicación. El esquivo Von Archimboldi vive «en una casa que ni desde la calle ni desde el interior se sabía muy bien en qué piso estaba, si en el tercero o en el cuarto, tal vez en el tercero y medio». Estas dislocaciones le dan un giro al tema de la búsqueda del escritor, conectando la indagación acerca de la esencia del mal con el misterio de la creación literaria y con la idea de la Muerte. En Estrella distante se busca a un crítico y poeta que además es piloto y torturador. En esta novela hay una imagen indeleble: el aviador escribe poemas en un cielo impoluto con el chorro que desprende su reactor. En Los detectives salvajes, el objeto de la búsqueda es la poeta Cesárea Tinajero, desaparecida tras la estela de la Revolución Mexicana. A punto de dar con su pista, Belano y Lima son conducidos a la habitación donde muchos años antes vivió la escritora. Al abrir la puerta ven «como si la realidad en el interior de aquel cuarto estuviera torcida, o peor aún como si alguien hubiera ladeado la realidad imperceptiblemente». En el último texto de Bolaño, el autor ausente es un ex soldado reclutado a la fuerza en los ejércitos de Hitler. El proceso de alteración de la realidad que se urde en torno a su búsqueda cristaliza en imágenes de complejidad creciente: «La realidad pareció rajarse como una escenografía de papel, y al caer dejó ver lo que había detrás: un paisaje humeante, como si alguien, tal vez un ángel, estuviera haciendo cientos de barbacoas para una multitud de seres invisibles». Algunos elementos apenas perceptibles en el texto de Los detectives salvajes cobran pleno sentido en el de su planeta análogo, 2666. Durante la redacción de la primera de estas dos novelas, Bolaño vislumbró en un rincón de su imaginación el embrión de un autor en cuyos escritos es posible que se cifre el enigma del mal, aunque entonces no sospechaba la importancia que habría de adquirir más adelante. En su estado larvario no se trata de un autor alemán, sino francés, y no se llama Benno von Archimboldi, sino J.M.G. Archimboldi, aunque ya había publicado una novela con el mismo título que una de las que escribirá su futuro avatar: La rosa ilimitada. Un puñado de datos aislados permite arrojar, por otra parte, una tenue luz sobre la enigmática cifra que da título a la novela póstuma de Bolaño. Belano y Lima descubren que antes de perderse en el desierto, Cesárea Tinajero solía hablar con insistencia de ciertos acontecimientos que acaecerían «allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico». Una novela después, en Amuleto, Belano y la protagonista columbran una avenida que «se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato». No deja de ser significativo que sea precisamente Auxilio Lacouture quien siente en Los detectives salvajes «como si el tiempo se fracturara y corriera en varias direcciones a la vez, un tiempo puro, ni verbal ni compuesto de gestos o acciones». En Bolaño, la literatura es un viaje incesante hacia la muerte, pero no discurre en línea recta.  

2666
2666




Under the Volcano
Under the Volcano
2666
Las cinco partes que integran 2666 conforman una unidad dentro de la unidad mayor que constituye el conjunto de la obra de Bolaño. Proclive a las metástasis textuales, en esta novela el autor riza el rizo de los desdoblamientos narrativos. 2666 es una novela total, en el sentido que Bolaño empleó el término para referirse a Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, que caracterizó como «novela que se sumerge en el caos (que es la materia misma de la novela ideal) y que trata de ordenarlo y de hacerlo legible». Primera entrega. Salida a escena de los críticos. Europa, finales del siglo XX. Un grupo de académicos trata de dar con el paradero de un mítico escritor alemán que responde al improbable nombre de Benno von Archimboldi. Despliegues narrativos en zigzag en torno a un centro oculto hacia el que se imantan las vidas de los protagonistas, la ciudad de Santa Teresa, en el desierto de Sonora, donde «el cielo al atardecer parecía una flor carnívora». Una vez allí, los archimboldianos se entregan de manera incesante a la actividad de soñar. La novela se sitúa así en uno de los espacios intermedios esenciales de la poética de Bolaño, el sueño, territorio separado de la muerte por una frontera porosa. Los personajes de 2666 se adentran en este locus intermedio a fin de comunicarse entre sí y enviar mensajes cifrados capaces de atravesar los límites de las distintas partes de la novela. Puede que la clave de los crímenes del desierto de Sonora se encuentre en el útero de Lotte Reiter, la hermana de Archimboldi. Separada de éste desde la niñez, Lotte sueña de manera recurrente con un cementerio en donde está la tumba de un gigante. Una vidente de quien se espera que arroje alguna pista que permita resolver los terribles asesinatos de mujeres que están perpetrándose en el desierto regresa de uno de sus trances diciendo: «Había sueños en donde todo encajaba y había sueños en donde nada encajada y el mundo era un ataúd lleno de chirridos». Los críticos tienen la certeza de que el autor que buscan está allí mismo, junto a ellos, pero no lo ven porque están despiertos. La segunda novela sigue uno de los cabos sueltos de la entrega anterior: la historia de Amalfitano (un exiliado chileno de cincuenta años, profesor y traductor de Archimboldo al español) y su hija Rosa. La historia se ramifica en intrigas que nos trasladan, entre otros lugares, a Barcelona y a Mondragón, localidad en cuyo manicomio está internado un poeta fácilmente identificable para el lector español. Plano-secuencia del cementerio de Mondragón, lugar propicio al sueño y al sexo. Transposición metafórica al espacio de la muerte: Amalfitano da clases en la universidad de Santa Teresa, lugar que semeja «un cementerio que de improviso se hubiera puesto vanamente a reflexionar». Nuevas metástasis textuales: el Testamento Geométrico de Rafael Dieste, colgado de las cuerdas de un tendedero, improbable ready-made que se convierte en testigo de la acción; los diagramas jocoso-epistemológicos de Amalfitano; mapas de narradores, críticos y filósofos. Erudición en clave entre irónica y festiva. El segmento termina con Amalfitano refugiado dentro de un sueño, hablando con los lectores, hasta que una frase procedente del mundo real obliga al traductor de Archimboldo a despertarse, muy a su pesar. Tercer movimiento. Harlem, Nueva York. Un hombre llamado Destino lucha por alejar de sí las telarañas de la muerte, que tratan de envolverlo. Estamos, al menos de momento, dentro de una novela negra, protagonizada por un periodista negro. Pastiche de un estilo que pudiera ser de Richard Price. Ecos de una frase de Bolaño a propósito de la autobiografía de James Ellroy: «El crimen parece ser el símbolo del siglo XX ». Óscar Fate, periodista deportivo, tiene que viajar a Santa Teresa para cubrir un combate de boxeo. Una vez allí, el viento del desierto, «un viento onírico», le susurra una historia escalofriante. Alguien está asesinando a cientos de mujeres en el desierto de Sonora. «Nadie presta atención a esos asesinatos pero en ellos se esconde el secreto del mundo», le comunica una voz a Fate. Conversaciones sobre la Muerte y el Mal. 2666 se orienta hacia su destino final. En el presidio de Santa Teresa, Fate oye la voz de alguien que canta, alguien que dice: «Soy un gigante perdido en medio de un bosque quemado». Pudiera ser la voz de Archimboldi, pero Fate no tiene una idea muy clara de quién es y además no está seguro de no estar soñando. En la cuarta parte, la novela aluniza en el desierto de Sonora. Santa Teresa es el Yoknapatawpha de Bolaño, su versión de Comala. La persistencia de la visión rulfiana va más allá de lo aparente. Cuando un personaje protesta porque los mexicanos «hablan y se comportan como si todo esto fuera Pedro Páramo», otro puntualiza: «Es que tal vez lo sea». Sólo que la capa mítica es tan delgada que apenas cubre la realidad. Comala –recordémoslo– era el infierno. Santa Teresa, transposición textual de Ciudad Juárez, también lo es. «El infierno», dejó dicho Bolaño, «es como Ciudad Juárez, nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra interpretación de la realidad y de nuestros deseos». Bolaño ha elegido como motivo central de su novela un misterio del que los medios de comunicación llevan ocupándose doce años, sin que hasta la fecha haya un atisbo de explicación: los asesinatos de mujeres perpetrados en Ciudad Juárez y sus alrededores. (Durante el tiempo de preparación de este artículo me he tropezado, sin buscarlas, con noticias relacionadas con ellos en La Jornada, El País y The New York Times.) La crónica de los crímenes (más de trescientos en la realidad, en torno a un centenar en la novela) se lee como una letanía escalofriante, que Bolaño recita con una precisión pavorosa, usando fórmulas homéricas de repetición. Los cuerpos de las víctimas, violadas, brutalmente mutiladas, aparecen abandonados en barrancos, vertederos, descampados. Nada de esto es invención del escritor, que se limita a dejar que los asesinatos salpiquen las páginas como gotas de lluvia en el desierto. Los policías y detectives que acuden a la escena del crimen, y que creían haberlo visto todo, a veces lloran o vomitan, o se ríen con nerviosismo, o no pueden dormir, o se vuelven locos o, a fin de sobrevivir, se acostumbran y se olvidan. La narración puntualiza que la mayoría de las víctimas son muchachas pobres y explotadas, que trabajan en maquiladoras. Un detective le recuerda a otro que «las que estaban muriendo eran obreras, no putas. Obreras, obreras, dijo». Lo que mueve a su compañero a pedir perdón. Entonces, «como tocado por un rayo vio un aspecto de la situación que hasta ese momento había pasado por alto». Otro tanto le sucede al lector. El virus del lenguaje de que hablaba Burroughs, portador de una enfermedad que llega del espacio exterior, empieza a proliferar, infectando las páginas. Enfermas, «las palabras están en todas partes, incluso en el silencio». Iluminado por una «luna llena de cicatrices», en el desierto, territorio del Mal, a veces los personajes «piensan sin pensar, o con imágenes temblorosas». Bolaño es incapaz de sustraerse a la fascinación que ejercen «la grandeza y soledad del desierto de Sonora». En un momento de particular intensidad, el cielo se puebla de luces hermosísimas que viajan de uno a otro confín del horizonte. Desde un coche, los personajes perciben «colores vivos en el oeste, colores como mariposas gigantescas». El lenguaje de Bolaño hace justicia a la bellísima extrañeza del momento con imágenes irrepetibles. Mientras la luz del día se alejaba hacia el poniente, «la noche avanzaba como un cojo por el este». Extraña belleza del desierto, que no se sabe bien si es real o irreal: «La frontera entre Sonora y Arizona es un grupo de islas fantasmales o encantadas. Las ciudades y los pueblos son barcos. El desierto es un mar interminable». Duda que no es necesario despejar ya que, de todos los espacios intermedios creados por Bolaño, el más logrado es el del lenguaje mismo: «A veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad de las cosas, y desdibujara e hiciera más leve lo que de por sí, por su propia naturaleza, era leve y satisfactorio y real». El lenguaje de Bolaño es visionario, pero está muy lejos del realismo mágico (en algún momento tenía que caer la palabreja) al que, ahora sí, se le da un carpetazo definitivo y genial. En el presidio de Santa Teresa los prisioneros «se mueven como comandos perdidos en una isla tóxica de otro planeta». Parecen seres «perdidos en un sueño». Bolaño evoca con extraordinaria precisión la topografía de la muerte, anclándola primero en la realidad, para, de repente, dar un quiebro que nos catapulta a la extrañeza. Uno de los crímenes se comete cerca de Casas Negras, en un lugar llamado El Moridero. Antes se llamaba El Obelisco, porque, precisa el narrador, una vez hubo allí «un obelisco dibujado por un niño que recién aprende a dibujar, un bebé monstruoso que vive en las afueras de Santa Teresa y que se paseaba por el desierto comiendo alacranes y lagartos y que nunca dormía». Hay páginas dañinas. La descripción de una castración colectiva en la lavandería del presidio de Santa Teresa es de un horror y crueldad literalmente insoportables. Personalmente, creo que hubiera preferido no haberla leído. La escena, destilada, persiste mucho tiempo en la memoria del lector. Pero lo más asombroso es cómo el escritor, tras haber hecho frente, con los ojos abiertos de par en par, a un horror que no admite adjetivaciones, internaliza el dolor que siente. La conciencia del mal que es capaz de anidar en el ser humano cristaliza en una metáfora de una espontaneidad e intimidad escalofriantes. No olvidemos que Bolaño, aquejado de una afección hepática incurable, escribe a las puertas mismas de la muerte. He aquí cómo se describe al perpetrador del mal: «¿Quién es ese tipo», pregunta uno de los testigos presenciales. «Es Ayala», le responde otro, «el hígado negro de la frontera». Es como si alguien le dictara lo que escribe, alguien que no es divino ni humano, una entidad vaporosa, el viento del desierto, los truenos de una tormenta, gritos soñados en la noche, la profunda soledad del ser. Las criaturas de Bolaño van y vienen por las crujías de la cárcel, del idioma, de la realidad, del mal. Su prosa vuela a altura inigualable, pletórica, contundente, brutal, de una belleza cósmica, salvaje y doliente. Parece imposible, pero el milagro continúa. La quinta parte nos catapulta a otras coordenadas. Tras dos páginas de un surrealismo deslumbrante, la narración se muerde la cola, dando comienzo a la historia de Hans Reiter, futuro escritor que, como el protagonista de Estrella distante, un día cambiará de nombre. Estamos en Alemania, a principios de la segunda década del siglo XX. Hay un punto de fuga que remite directamente al mal. Dada la historia de su país, a Bolaño le interesa la conexión con los nazis. (Significativamente, una de sus primeras novelas, La literatura nazi en América, es un catálogo de autores imaginarios, categoría en la que entra también Archimboldi, aunque éste se redime del estigma). La novela se adentra por el bosque de la imaginación centroeuropea, lográndose una prosa mimética de remota filiación kafkiana, junto con otros ecos, probablemente oblicuos, de los grandes autores de la tradición austrogermánica (Walser, Musil, Bernhard, Döblin, Mann). La historia sigue ramificándose. Se revive el topos del manuscrito encontrado, y en un espejeo infinito, desfilan numerosos escritores, en cuyos libros nos adentramos. Por las páginas de esta sección avanzan las SS, cabalga Parsifal. Se nos describen los desastres de la guerra. Asistimos al exterminio de un contingente de prisioneros judíos. En un pueblo de Polonia, unos niños alcohólicos juegan al fútbol, en un paisaje digno de Swift. En el castillo de Drácula presenciamos la crucifixión de un general del Eje. Como en Nocturno de Chile, como en Estrella distante, la prosa es elíptica, de una extraña frialdad. Las frases de Bolaño alcanzan un estado máximo de depuración («el movimiento, que es la máscara de muchas cosas, incluida la serenidad», «la noción del tiempo de los enfermos, qué tesoro escondido en una cueva del desierto»). No se altera sólo la realidad: también la historia. Así se llega por otro camino, tal vez más eficaz, al blanco de la verdad. ¿Es otra la misión de la novela?  

Detalle máquina
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EL TRIUNFO DE LA MUERTE. 2666 es la culminación de la firme trayectoria de Bolaño. Con esta novela, el sentido de su obra se proyecta a un nivel más elevado. 2666es su logro mayor y se da, de manera especial, en el plano del lenguaje. No olvidemos que Bolaño era poeta. Esa marca le lleva aquí a fraguar un lenguaje feliz, de vacaciones, alucinado, capaz de establecer las más insólitas correspondencias. La crítica ha sido prácticamente unánime a la hora de valorar 2666. Estamos ante una novela excepcional. Su carácter inconcluso deja algunas cosas sin resolver, pero también le añade misterio y profundidad a la obra. Hay fallos, por supuesto. ¿Está justificada la extensión? ¿Funcionan todas sus ramificaciones? ¿Hay pasajes gratuitos, páginas que sobran, secciones sin pulir? ¿Es 2666 una criatura monstruosa? Hay momentos en que la novela decae, pero a la hora de hacer balance, los fallos que hay importan poco. De Bolaño se puede decir lo que dijo Cortázar de Lezama Lima, cuando Paradiso era una obra maestra desconocida: que daba igual que se saltara a la torera lo que se supone que son los preceptos elementales de la escritura. Al final, todo funciona. O lo que dijo el propio Bolaño de Philip K. Dick: «Es bueno incluso cuando es malo». Con 2666, más vale dejar en suspenso la idea que podamos tener acerca de qué es literatura y, sencillamente, dejarse llevar. La lectura de 2666 es una experiencia total, una fiesta continua que nos depara sorpresas casi a cada paso. No importa que esta obra tenga 1.119 páginas. No pesan. Cuando nos queremos dar cuenta, hemos leído seiscientas como si hubiéramos leído sesenta. 2666 le devuelve al lector la alegría elemental, la pasión de la lectura. En Monsieur Pain, la trama (que el propio Bolaño tildó de indescifrable) gira en torno a un moribundo, nada menos que César Vallejo. En Nocturno de Chile, la inminencia de la muerte del protagonista es una percepción ilusoria. En Los detectives salvajes asistimos a una escalofriante evocación de los días finales de Reinaldo Arenas (a quien no se nombra). Enfermo de sida en Nueva York, el escritor cubano le dicta a un amigo el texto lacerado de Antes que anochezca. Lo consigue terminar, tras lo cual se suicida. Leída retrospectivamente, parece que Bolaño describe antes de tiempo la crónica de su propia carrera contra la muerte, entregado a la escritura de 2666: «No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo», dice uno de los escritores apócrifos hacia el final de la novela, y el lector siente que un sudor frío le recorre la espalda. Ante un paisaje dominado por la muerte, comprendemos sin aliento que, ahora sí, y en directo, estamos asistiendo a la carrera desenfrenada del autor contra el tiempo. Como una de las sombras que aletea sobre las páginas de la novela (Musil, que tampoco logró acabar su obra maestra), Bolaño no llegó, pero hay mucho de grandeza en su derrota. Una de las razones por la que, a estas alturas, los defectos importan poco, es que la inteligencia, la humanidad, la arrolladora simpatía que exuda la personalidad de Bolaño, ya nos han seducido y resulta sencillamente imposible no estar con él. Uno se imagina a la misma Muerte, confundida entre los lectores, alentándolo. El poso que nos deja la lectura es de una honda nostalgia de un todo perdido, difícilmente nombrable, de haber dado un largo paseo por la soledad y el caos. Bajo la superficie de estas páginas late una profunda humanidad, una visión compasiva de la existencia. Una nota más, sobre la lengua. Aunque su obra se inscribe de lleno en la tradición literaria de América Latina, el lenguaje de Bolaño trasciende las marcas de identidad regional, mostrando un cuño de signo claramente transatlántico, panhispánico. Dotado de un oído excepcional, que capta y registra con gracia irrepetible los más nimios matices del habla coloquial, Bolaño cultiva una prosa polimorfa y perversa, capaz de mimetizarse de española, chilena, mexicana, uruguaya o argentina y, si se tercia, de todas a la vez. No se sabe bien cómo este hombre ha podido llegar tan lejos. Ha abierto un camino para que pasen los demás. Eso es lo que los jóvenes escritores, sobre todo de América Latina, han visto en él. Esa es su grandeza y autenticidad. Roberto Bolaño es lo mejor que le ha sucedido a la prosa en lengua castellana desde hace décadas. La fuerza arrolladora de su estilo tiene algo de monstruoso, en el sentido que le daban los clásicos del Siglo de Oro al término. Bolaño marca un hito en la historia de la literatura en nuestra lengua. Con él la novela en español entra en un nuevo paradigma.

(Revista de Libros nº 100 • abril 2005)
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