ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Luz NY



New York City. Downtown Manhattan.
Downtown Manhattan, New York



LA LUZ DEL 11 DE SEPTIEMBRE

EDUARDO LAGO


Deberían poder verse, pero no es así. Cada año desde que faltan las Torres Gemelas, una poderosa base de emisión lanza al cielo desde los alrededores de la Zona Cero dos haces de luz verde, dos rayos láser de gran potencia. Nítidamente cinceladas, dos siluetas de humo verde horadan el aire subrayando cada 11 de septiembre desde hace 8 años - uno después de que se perpetraron los atentados-, la ausencia de las torres que definían el perfil de Manhattan Sur. Me he levantado en plena madrugada para contemplarlas, pero no están encendidas. Deberían estarlo, pero no es así. Los ingenieros encargados de mantenerlas activadas han decidido dejar el aire en sombra. La ausencia le confiere un aire de espectral normalidad al cielo nocturno y a esta crónica. Hace unas horas, poco después de que cayera la noche en España, llamé a Enrique para pedirle que me permitiera colgar esta nota en su blog. Al caer la oscuridad sobre Manhattan, paseando por la Séptima Avenida en dirección Sur, la silueta de las torres de láser se cernía aún sobre el perfil de la ciudad, pero lo hacía débilmente. Dos horas después, los ingenieros habían vuelto a apagarlas.

Cada ciudad tiene una luz propia, inconfundible, muy distinta de la de las demás ciudades. Es algo muy difícil de captar por medio de la palabra. A los artistas visuales les resulta más fácil hacerlo que a los escritores. Recuerdo que Louise Bourgeois, la artista francesa que fijó su residencia para siempre en Manhattan, le dedicó un poema a la luz de Manhattan en el que logró fijar la cualidad indefinida de un fenómeno que en realidad es inatrapable. Los rayos de láser que han desaparecido del cielo esta noche, Louise lo hubiera visto así, eran dos esculturas de luz que carecían de límites.

Reflexionando ayer sobre esto, me di cuenta de que es algo idéntico al mecanismo empleado por Marcel Proust cuando describe la reacción sensorial que experimenta su narrador al paladear una madalena humedecida en té. La sensación gustativa desencadena el nacimiento de una serie sucesiva de universos que provocan el regreso ordenado de innumerables capas del pasado. La cadencia de la prosa requiere infinidad de páginas para ir situando el pausado alud de evocaciones en el espacio armonioso de la narración. Se recupera así en toda su plenitud el tiempo perdido. Lo mismo sucede, comprendí ayer, con la luz de septiembre en Manhattan. Lo que nos hace recuperar a quienes estábamos el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York las imágenes vividas aquella mañana es la configuración de la luz. Como les ocurre a los lectores de Proust, sobreviene un sensación que nos trasporta sin que nos demos cuenta de cómo ha sido a un momento sumamente preciso del pasado. Es la luz, una luz oblicua, del final del verano, lo que provoca el efecto, que se repite de manera idéntica cada año. No sucede necesariamente el día once. Se empieza a percibir unos días antes. Es un fenómeno acumulativo muy lento, como el de la luna al ir llenándose hasta formar una esfera luminosa perfecta.

Llevo unos días estudiando el cielo, y la configuración que alcanzó la luz el 11 de septiembre de 2001 no tendrá lugar hoy, después de que amanezca. La presencia de las nubes distorsiona levemente la formación de la imagen. La pantalla de mi iphone dibuja una esfera solar perfecta junto a la fecha en que tendrá lugar: Saturday 12, leo. Aunque es algo que ha ocurrido un par de veces a lo largo de la última semana. Cuando se fragua esa perfección luminosa en el cielo de Manhattan se tiene una sensación de extraña paz. Es algo que no es necesario explicar a quien vivió aquel día. Basta una mirada para saber a qué nos referimos. Sobra la palabra.

A principios de los 90 viví durante un año en la promenade de Brooklyn, en un paseo que da directamente a la línea del cielo del Sur de Manhattan, y era prodigioso observar los fenómenos cambiantes de la luz al reflejarse en las Torres Gemelas. Su ausencia hace pensar en lo que describen las víctimas bélicas a quienes les han amputado un miembro. Lo sienten después de haberlo perdido. Lo mismo ocurre con las Torres: aunque no estén ahí, los neoyorquinos sienten su presencia. Los haces de láser, ahora lo entiendo, buscan perpetuar su compañía a lo largo de las horas de la noche, pero sólo durante unos días, los que rodean a la fecha en que la luz se configuró conforme a una oblicuidad irrepetible. Después la intensa sensación de pérdida se diluye. Declina entonces el verano. Un verso de Kate Johnson resume con sobriedad ese momento de tránsito: “Final del verano: rosas”. Sólo los poetas son capaces de percibir algo tan delicado como las gamas del silencio o las variaciones de la luz que hacen que cada día tenga un perfil distinto, que regresa idéntico cada año. Lezama lo captó desde dentro de la misma flor, al registrar el nacimiento de una forma frutal: “hila la rosa su cristal”. Idéntica es la manera en que se hila la luz alrededor del momento en que se derrumbaron las torres, inundando de humo la perfecta luz del cielo.
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