ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Room in Brooklyn (Hopper)
Room in Brooklyn (Hopper)



Bray (cerca de Dublín). Foto de V-M.
Bray (cerca de Dublín)
Foto de V-M.



VILUSMITUS

EDUARDO LAGO
(Publicado con el título de “El Pub de los Enterradores” en El Viajero de El País, 5/06/2010)

En el capítulo 12 de Moby Dick, al revelar los orígenes de Queequeg, el enigmático arponero de rostro acuchillado por tatuajes que acaba de enrolarse como nuevo miembro de la tripulación del Pequod, Herman Melville dice que nació en una isla que “no aparece en ningún mapa, como ocurre siempre con los lugares de verdad”. La frase es perfecta para caracterizar la ciudad donde transcurre la acción de Dublinesca, la novela más reciente de Enrique Vila-Matas. El título, tomado de un poema en el que Philip Larkin describe el paso del cortejo fúnebre de una prostituta, nos sitúa en las calles de estuco de un Dublín evanescente. En manos de Vila-Matas, la ciudad se convierte en un lugar sin límites: no los hay entre la vida y la muerte, entre el día y la noche, entre la realidad y la ficción, entre la página impresa y la pantalla digital. La prostituta de la Dublinesca vilamatiana no es un ser carnal, sino la literatura misma, desaparecida -como cuanto alguna vez guardó relación con la galaxia Gutenberg- por entre los agujeros negros de la red. Asomado permanentemente a la pantalla de su ordenador, a merced de la infinitud oceánica de internet, el narrador aguarda la llegada de la muerte, aferrado a un tesoro de valor incalculable y que no ocupa lugar: las lecturas acumuladas a lo largo de toda una vida, algo que desaparecerá con él. El Dublín de Dublinesca es más verdadero que el que pisa el viajero o aparece en las guías porque en él se superponen, como sucede siempre en el universo de Vila-Matas, multitud de planos, algunos de los cuales no se encuentran en la realidad. Para empezar, una paradoja: el Dublín de Dublinesca tiene más de Nueva York que de Dublín, un Nueva York irlandés, eso sí. Hay otras paradojas, la más importante, tal vez, que el espacio en el que se encapsula la ciudad creada es doble: virtual a la vez que real. Real como la habitación donde Hölderlin permaneció encerrado cuarenta años; real como la que sirvió de refugio durante toda su vida a Virginia Woolf. Pero también virtual, como lo son los habitáculos sellados donde anidan los hikikomoris, los adolescentes japoneses adictos a internet que dedican la totalidad de sus días y sus noches a navegar por la red. La realidad no existe para ellos. Los hikikomoris son un punto de referencia importante en Dublinesca. Gracias a ellos, Vila-Matas ha comprendido, con una mezcla de terror y fascinación, que más que morir, la literatura se ha trasladado a unas coordenadas que desdibujan la noción de espacio-tiempo en que estábamos acostumbrados a movernos.

Es así como se explica que el Dublín de Vila-Matas sea Nueva York sin dejar de ser la ciudad de Joyce. O las ciudades de Joyce, habría que decir más bien, pues al menos hay tres, cada una de las cuales se corresponde con un título capital del irlandés. En primer lugar está el Dublín de “Los muertos”, el depurado relato final de Dublineses. Es él se indica el punto en que el viajero debe iniciar su recorrido por la ciudad: el Puente de O´Connell, desde el que se contempla el Liffey, el río de la vida y la literatura, cuyas aguas arrastran los detritos de lo que han soñado durante la noche los dublineses, con sus mitos, baladas y leyendas. Como John Huston, que adaptó el relato al cine, Vila-Matas no consigue que sus personajes vean el caballo blanco que según la leyenda ven cuantos atraviesan el puente, aunque sí logran escuchar la  bellísima melodía de una balada que alguien canta en un lugar imposible de identificar: “The Lass of Aughrim” (interrumpan la lectura de este artículo para escucharla en internet e inmediatamente entenderán a qué me refiero. La dirección es www.youtube.com/watch?v=I1CP5Lz2iHE.)

“Dublín está llena de muertos por todas partes”, comenta furioso un personaje de la novela. No es sino una superposición más entre las muchas que descansan sobre el poroso texto de Dublinesca, hasta cuyas páginas llegan ecos, entre otros, del capítulo VI del Ulises, que gravita en torno al cementerio de Glasnevin. El lector de Vila-Matas que viaje a Dublín está obligado a visitarlo y a la salida refrescar el gaznate en el vecino pub donde siguen reuniéndose los enterradores. Me siento un tanto incómodo revelando este detalle, por lo que ocultaré otros, que guardan relación con el hecho de que el Dublín de Dublinesca lo comparte su autor con los demás miembros de la muy real (por oposición a imaginaria) Orden del Finnegans.

Enrique Vila-Matas acudió a Dublín por primera vez el 16 de junio de 2008, Bloomsday, con el propósito de asistir a la ceremonia fundacional de la Orden. A su llegada le esperaban dos futuros miembros, que acudían por tercer año consecutivo a celebrar la jornada que recrea los hechos narrados en Ulises. Los dos amigos de Enrique se lo llevaron inmediatamente a las afueras de Dublín, lugares impregnados de magia como Dalkey, Sandy Cove o la península de Howth, provocando en el escritor la sensación de que se le estaba condenando a no llegar jamás a la ciudad que había ido a conocer. Parte del ritual, lo he dicho ya, debe permanecer en secreto, aunque algunos lugares del itinerario se pueden mencionar, como la mítica Torre Martello, donde arranca la acción del Ulises. Un punto de carácter plenamente público es Meeting House Square, la plaza de Temple Bar donde tiene lugar cada año la lectura del Ulises, a la que acuden gentes de todo el mundo. Allí, el año pasado, los seis miembros de la Orden leyeron fragmentos del capítulo sexto del Ulises en español, ante el regocijo de los congregados. Mientras acotaban el texto antes de salir al escenario, descubrieron con sorpresa que la última frase del fragmento decía: “¡Qué grandes estamos esta mañana!” ¿Un guiño cómplice de Joyce, tal vez? Tras leerla al unísono con sus cofrades, Vila-Matas alza el puño mientras la multitud reunida en la plaza prorrumpe en vítores. Este año se volverá a repetir el ritual a mediodía. Están citados.

Aunque cada año se agregan nuevos espacios, hay uno que a fecha de hoy los caballeros de la Orden siguen sin hollar: el gigantesco y druídico Parque Phoenix, uno de los escenarios clave de Finnegans Wake, la obra final de Joyce. Vila-Matas y Compañía tienen una deuda pendiente con él. Pensando en los lugares de Dublinesca me viene a la cabeza el pub Coxwold, repetidamente citado en la novela. No recuerdo haber estado con Enrique en un pub que se llame así. Sé que los hay en otras ciudades, pero no tengo la certeza de que lo haya en Dublín. La duda me hace escribirle, preguntándole por los lugares más emblemáticos de la ciudad. El primero que menciona es un bar, el del Hotel Shelbourne, uno de los más famosos del mundo, según él. “Es una institución”, me dice en un correo electrónico. “Ahí se firmó la Independencia. Ahí durmieron John Ford, John Wayne, Maureen O´Hara y John F. Kennedy...”  Y recuerda que durante una huelga de hostelería en la que participaron todos los establecimientos de la ciudad, el Shelbourne no se sumó, por intervención directa del Obispo de Dublín. “A una institución como el Shelbourne no puede llegar la huelga, cuenta Vila-Matas que dijo Su Eminencia. “Y le obedecieron”, remata.

Configuración vilamatiana por excelencia: después de un bar, una biblioteca, la Long Room del Trinity College, que el escritor caracteriza como “la biblioteca más borgiana del mundo”. Otro de sus lugares favoritos es la casa de Bram Stoker, el autor de Drácula, hoy convertida en pequeño hospital, razón, quizá, por la que ha desaparecido la placa, comenta en alusión a los posibles repercusiones que hubiera podido tener un reclamo así entre los posibles donantes de sangre.

Enrique Vila-Matas ha vuelto repetidas veces a Dublín, y después de haber hurgado en el corazón de la ciudad, ha comprendido el sentido de retrasar la entrada en la urbe. Como refleja a la perfección la primera página de Finnegans Wake, parte de la grandeza y el misterio asociados con el lugar está en los enrededores (conforme al neologismo joyciano):la península de Howth, los promontorios que rodean la Bahía de Dublín, pequeñas localidades como Bray y Don Leary, las torres castrenses que vigilan la costa, los baños que se forman entre las rocas, los minúsculos puertos pesqueros, los acantilados que ciñen la línea costera. Un viaje en el tren de cercanías que recorre el litoral permite contemplar el fantástico juego de la luz contra el mar y el cielo de los más largos días del año. La de Vila-Matas y sus compañeros de Orden tiene algo de peregrinación “a la contra”: cuando llega Bloomsday, los irlandeses amantes de la literatura huyen despavoridos de Dublín, dejando la ciudad a merced de una mezcla de turistas y curiosos genuinos. Los Caballeros de la Orden efectúan un recorrido a la inversa, semi-secreto, heterodoxo. Salvo el momento crucial de la lectura colectiva del Ulises, sus pasos discurren por un espacio paralelo que no se cruza con el de los demás. Un trayecto que lleva al corazón del corazón de la ciudad, a un punto que no aparece en ningún mapa, como ocurre siempre con los lugares de verdad.

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