Grand Army Plaza con su arco
Jerome David Salinger
Eduardo Lago y Vila-Matas
Brooklyn, 2007
Vila-Matas, Carrère y Auster
Vila-Matas, Auster, Eduardo Lago y Daniel Sada
Con Emma Reverter frente al edificio Dakota
Vila-Matas niño
|
TRILOGÍA DE BROOKLYN
EDUARDO LAGO
A Paul y Enrique
1
A principios de los ochenta, durante su primer viaje a Nueva York, el escritor Enrique Vila-Matas estaba esperando el autobús en una parada de la Quinta Avenida, cerca del Metropolitan Museum. Su idea era tomarse un dry martini en el Oak Bar del Hotel Plaza, situado unas 30 calles más al sur. Cuando se subió al autobús, echó un vistazo a los pasajeros y entre ellos descubrió a una chica de belleza espectacular. Buscó un lugar desde donde contemplarla discretamente y se sentó. En efecto, la chica era muy guapa, pero un detalle distrajo a Vila-Matas de su propósito inicial: estaba sentada junto a un individuo que, cuando lo miró bien, resultó ser ni más ni menos que J. D. Salinger, sí, el mismísimo Jerome David Salinger. Al cabo de unas cuantas paradas, Salinger y su acompañante se bajaron del autobús, tuvieron una discusión a propósito de una llave que al parecer se había perdido, y se fueron cada uno por su lado. Esta es la versión de los hechos que se da en Bartleby y Compañía. La realidad es ligeramente distinta. He aquí cómo ocurrieron las cosas:
Cuando Enrique Vila-Matas se dio cuenta de que iba en el mismo autobús que Salinger, el más invisible de los escritores, una intensa emoción se apoderó de él, y cuando apenas unos minutos después de descubrir su presencia vio que tiraba de un cordón a fin de que el conductor se detuviera en la siguiente parada, tomo la decisión de seguirle. Fue una resolución audaz, ya que, además de no saber ni palabra de inglés, no tenía la más remota idea de cómo desenvolverse en una ciudad tan compleja como Nueva York. Cuando el autor de ‘El guardián entre el centeno’ se bajó del autobús, el escritor catalán hizo otro tanto. Estaban los dos hombres solos en la acera de la Quinta Avenida que da a Central Park, mirando cada uno en una dirección. Expectante, el catalán alzó las solapas del impermeable, se caló el sombrero, se puso unas gafas negras que llevaba en el bolsillo, y esperó a que el novelista neoyorquino echara a andar. Sin percatarse de que había alguien pendiente de sus movimentos, Salinger se adentró por un ancho sendero en curva que atravesaba el parque de lado a lado. Vila-Matas contó hasta tres e inició su persecución, manteniéndose (a ratos) a una distancia prudencial. 26 minutos después los dos novelistas emergían del parque a la altura del Edificio Dakota. Salinger enfiló por la calle 72, con Vila-Matas pisándole los talones. Parecían dos personajes de cómic. Al llegar a la esquina de Columbus Avenue Salinger se metió en una tienda de discos. Vila-Matas hizo tiempo fingiendo que miraba el escaparate de una tienda de comestibles de lujo situada en la acera de enfrente. Cuando vio su propio reflejo en el vidrio, se sintió un poco como si fuera Guillermo el Travieso. Al cabo de unos diez minutos Salinger salió de la tienda con una bolsa de plástico de color naranja en la mano y siguió andando por la calle 72 hasta que llegó a la confluencia de Broadway con Amsterdam Avenue, donde hay una plaza triangular, la plaza Verdi, en la que se alza una marquesina de corte modernista, que en realidad es una boca de metro. A Vila-Matas se le heló la sangre ante la posibilidad de que Salinger tuviera intención de utilizar el transporte subterráneo, pero eso fue exactamente lo que hizo su ídolo. Cuando Salinger desapareció de su vista, Vila-Matas tuvo una vacilación que duró unas décimas de segundo, tras los cuales echó a correr hasta que llegó a la puerta de la marquesina y se vio dentro de la estación. Para gran alivio suyo, Salinger hacía cola apaciblemente delante de una cabina de cristal. Vila-Matas se situó inmediatamente detrás de él. Cuando le tocó el turno, el novelista americano puso un dólar en la concavidad de metal que había debajo de la pantalla de cristal antibalas, y estirando el dedo índice de la mano izquierda se lo mostró a la taquillera, que lo miró impávida, cogió el dólar, y deslizó una ficha por la superficie de metal. Vila-Matas repitió uno por uno los gestos que había visto hacer a Salinger. Algo en su actitud hizo que la taquillera lo mirara con un punto de desdén, e incluso pareció que estaba en un tris de decir algo, pero al final se limitó a coger su dólar y darle a cambio una ficha. Vila-Matas respiró hondo y se adentró en los dominios subterráneos, en pos del objeto de su persecución. Al cabo de unos minutos hacía su entrada en el andén el tren exprés número 2, con dirección a Brooklyn. Salinger entró en un vagón, y su perseguidor se apostó en el contiguo, a fin de no despertar sus sospechas. Durante todo el trayecto lo estuvo observando atentamente a través de los cristales alargados de las puertas que mediaban entre sus respectivos vagones.
Al llegar a la estación de Grand Army Plaza, Salinger se bajó y se dirigió a las escaleras que había hacia el fondo del andén. Vila-Matas subió los peldaños tras él. Al salir vio ante sí el perfil de un magnífico arco de triunfo, frente a un parque que parecía inmenso. Era la primera vez en su vida que ponía un pie en Brooklyn. Cuando vio en qué dirección avanzaba Salinger, se subió las solapas de la gabardina, se caló el sombrero y se puso las gafas de sol. Separados por unos 50 pasos, los dos hombres se dirigieron hacia la Octava Avenida. Una vez en ella, recorrieron unas pocas manzanas, y a la altura de la calle 2 torcieron a la derecha. La calle bajaba formando una cuesta bastante empinada. Unos portales antes de llegar a la esquina de la Séptima Avenida, Salinger se detuvo ante una portezuela de hierro, la abrió, se dirigió hacia los peldaños que daban a la fachada, los subió de dos en dos y abrió la puerta de madera que daba al interior del brownstone. Cuando se vio solo, su perseguidor corrió a su vez hasta la verja, y sin atreverse a traspasarla, anotó en un cuaderno negro el número del domicilio donde había entrado el gran J.D. Hecho esto, siguió cuesta abajo hasta alcanzar a la Séptima Avenida, donde detuvo el primer taxi amarillo que vio pasar. Una vez dentro, temeroso de que el conductor no le entendiera si se dirigía a él en inglés, le puso delante de las narices la tarjeta de su hotel. El taxista asintió, sonriente, y arrancó. Cuando el coche se sumergió en el tráfico de Flatbush Avenue, Vila-Matas empezó a sudar copiosamente, incapaz de creer lo que había sido capaz de hacer. Se sentía inmensamente orgulloso de sí mismo. Pocos pueden presumir de haber visto a Salinger en carne y hueso, pero eso no era todo. Además, había descubierto el refugio secreto que tenía el escritor en Nueva York. Cuando hubo calibrado bien la magnitud de su hallagzo, decidió dar cuenta de ello en su próximo libro. Lo contaría todo tal cual ocurrió, ni siquiera le haría falta literaturizar la experiencia que acababa de vivir.
Buenas tardes, señor Vila, le dijo alborozado el recepcionista del hotel, cuando lo vio aparecer en el lobby. ¿Ha tenido usted un buen día?
Tremendo, Enrique (no, no es una errata, el recepcionista también se llamaba Enrique), tremendo… respondió el escritor, con pulso tembloroso. Ahora te cuento, pero antes necesito un whisky. Triple. Ahora mismo. No puedo esperar. Con mucho hielo.
El recepcionista llamó inmediatamente al bar. Un camarero uniformado de blanco se presentó a los pocos segundos en recepción con una bandeja sobre la cual se sostenía en equilibro inestable un vaso de whisky de gran tamaño, rebosante de hielo.
Necesito tu ayuda, Enrique, dijo Vila-Matas, tras hacerse con el whisky y echarse al coleto la mitad del vaso.
Sí, señor, cómo no.
Lo que haga falta.
El escritor le contó la experiencia que acababa de vivir.
Estoy muy emocionado, dijo, tras rematar la otra mitad del vaso de un trago. ¿Tú sabes quién es Salinger, verdad, Enrique? ¿Jerome David Salinger? le preguntó.
No, señor, contestó el recepcionista. No tengo ni idea.
Está bien, no importa, contestó Vila-Matas, y rebuscándose en los bolsillos sacó el cuaderno donde había apuntado la dirección de la casa donde había visto entrar al escritor. Mira, ésta es su dirección. La dirección secreta de Salinger.
¿Me permite ver eso un momento, señor?
Sí claro, respondió Vila-Matas, entregándole el cuaderno al recepcionista, que lo examinó concienzudamente durante unos instantes. Acto seguido, sin decir palabra, sacó una guía telefónica de Brooklyn de un cajón y la puso encima del mostrador.
¿Qué haces, Enrique? quiso saber el escritor.
Me lo temía, señor, dijo el recepcionista tras consultar las páginas de la guía unos instantes. No hay ni un solo Salinger en todo el condado de Brooklyn, comentó. Señor Vila-Matas, ¿cuando entró en la parte delantera del brownstone no se fijó en el nombre que venía en el buzón?
Pues no, no me fijé, dijo Vila-Matas, levemente contrariado, no se me ocurrió, ¿para qué iba a hacer una cosa así? Sé que es él y basta. Además, eso que dices no tiene ningún sentido. ¿Cómo iba a anunciar de semejante modo su nombre alguien como él? Salinger es famoso por su anonimato. Nadie sabe donde vive.
Bueno, sí, se sabe que se oculta en una casa-fortaleza de New Hampshire. Eso es lo excitante de mi descubrimiento. El lugar donde entró debe ser un refugio secreto que tiene cuando viene a Nueva York. Sabe Dios qué hará allí. ¿No es asombroso?
Yo no estaría tan seguro. Más vale que el señor se cerciore.
Pues sí que estamos buenos, dijo Vila-Matas. Serás analfabeto, pero pareces escritor, cuando algo le va bien a un amigo, se ponen verdes de envidia… En fin. De todos modos se me ocurre una idea. ¿Por qué no llamamos a una agencia de detectives, le damos la dirección y que se encarguen ellos de averiguarlo todo? Acércame un momento la guía de teléfonos, anda.
Con las cabezas rozándose, consultaron la sección dedicada a los detectives privados. El recepcionista iba deslizando el índice por una columna de nombres. Cuando vio aparecer el de Pinkerton, Vila-Matas dio un brinco de alegría y gritó:
¡Esa, ésa, no busques más! La agencia de Dashiell Hammet y Raymond Chandler, nada menos. Date prisa, Enrique. Dime el número que lo apunte. No perdamos más tiempo.
Tras anotar el número, le pasó el papel al recepcionista, diciéndole apremiante:
¿A qué esperas, pedazo de chorlito? No, no, perdona, no quería decir eso. Es que estoy muy nervioso. Pero haz el favor de llamar ahora mismo, hombre de Dios.
Enrique cogió el papel y, contagiado del nerviosismo que mostraba el escritor, marcó los dígitos apresuradamente. Cuando al cabo de unos segundos alguien contestó el teléfono, preguntó.
¿Es la agencia Pinkerton?
Vila-Matas lo observaba presa de una emoción incontenible. El recepcionista apartó el auricular de sí y lo situó junto a la oreja del escritor, a fin de que pudiera escuchar bien. Del interior de la pieza de baquelita emergieron unos sonidos extrañamente modulados que parecían una especie de maullidos galácticos. El recepcionista se apresuró a pedir discupas a la persona que estaba al otro lado de la línea y colgó.
¿Qué pasa? ¿Por qué has colgado? ¿Qué te han dicho? ¿No les interesa el caso?
Número equivocado, señor. No es el teléfono de la agencia Pinkerton.
¿Pero qué número has marcado, alma de cántaro?
El que me ha dado usted, señor.
Vamos a ver, Enrique. En el papel había dos números de teléfono, uno en tinta roja, arriba, y otro en tinta azul, abajo. ¿Cuál has marcado? ¿El rojo o el azul?
El azul, el último, o sea el de abajo, ¿no es el que acaba de escribir usted?
Era el otro, hombre, el de arriba. Ese es el del escritor que Herralde está empeñado en que conozca. Ahora mismo se me escapa el nombre, pero al parecer ha escrito un libro de memorias, no sé qué de la soledad, y dice que algún día será muy importante.
¿El señor quiere que marque el otro número?
Déjalo, me ha cambiado el humor. Demasiadas emociones para un solo día, dijo Vila-Matas. Lo volveremos a intentar mañana.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, el escritor catalán bajó a recepción hecho un pincel, pero su amigo Enrique no estaba. Un compañero suyo que no hablaba demasiado bien el español le explicó que los martes Enrique libraba. Frustrado, subió a la habitación sin desayunar. Estaba decidido a resolver el asunto por su cuenta cuanto antes. Analizó la situación cuidadosamente. Sopesó la posibilidad de pedir ayuda al recepcionista nuevo, pero enseguida descartó la idea. No le inspiraba la misma confianza que su amigo Enrique. A fin de pensar con más claridad, dio cuenta de un par de botellines de whisky que se bebió a palo seco. Entre trago y trago, miraba el papel que tenía en la mano. Por fin, subrayó con fuerza las palabras PINKERTON AGENCY, y las pronunció en voz alta, varias veces, como si se tratara de un conjuro. El eco de su voz en el aire surtió efecto. Respirando hondo, dio una patada en el suelo, descolgó el auricular, y marcó con determinación un número. Una voz áspera dijo algo que no entendió. Enrique Vila-Matas declamó con énfasis:
Pinkertón Ajenzi, plis.
Hubo un silencio de unos segundos, tras los cuales, escuchó una sucesión de sonidos horrísonos e incomprensibles, que se alojaron en su oído interno como insectos venenosos. Aterrado, colgó el teléfono. Con los nervios, había vuelto a marcar el número del escritor desconocido.
Esto es absurdo, se dijo. Aparte de que me he vuelto a confundir, no sé para qué llamo, si no entiendo ni jota de inglés. No me queda más remedio que esperar a que venga Enrique mañana.
Dicho lo cual, se tomó otro par de botellines de whisky que cogió del frigobar y se fue a dar un paseo por Central Park como quien no quiere la cosa. Cuando al día siguiente bajó a recepción, su amigo estaba en su puesto de trabajo. Acercándose a él, el escritor le dijo:
Enrique, estoy harto de esta situación absurda. Hazme el favor de llamar ahora mismo a la agencia Pinkerton y arréglame esto de una maldita vez. Ayer, como no estabas, les llamé yo, pero cuando contestan no tengo ni puñetera idea de lo que dicen.
No hace falta llamar, señor. He aprovechado que tenía el día libre para resolver el enigma.
No te entiendo, ¿a qué te refieres?
Sonriendo, Enrique le mostró un sobre.
Muy fácil, me acerqué por la dirección que apuntó el señor, que queda camino de mi casa, bueno, en la misma línea de metro, a siete paradas, y comprobé el buzón, que es lo que tenía que haber hecho usted. Esta carta demuestra sin lugar a dudas cuál es la verdadera identidad del tipo tras cuyos pasos anduvo ayer.
¿Pero qué has hecho, hombre de Dios? ¿Has robado una carta de un buzón? ¡Eso es delito federal! Se nos va a caer el pelo a los dos.
Era la única manera de conseguir que usted me creyera. No le causamos ningún perjuicio al destinatario. Esta misma noche me paso otra vez por el brownstone, deposito la carta en el buzón de donde la saqué y santas pascuas. Nadie se va a enterar. Aparte de que sin abrirla, ni siquiera hay delito.
¿Y cómo dices que se llama ese individuo?
Vila-Matas cogió el sobre que le pasó el recepcionista y leyó:
Paul Auster... Ahí va, pero si ése es el nombre que no conseguía recordar. Es el escritor que Jorge quería que conociera. Lo que son las cosas, Enrique. Al final nuestros caminos se han cruzado. |
Paul Auster niño
|
2
Cuando, andando el tiempo, Enrique Vila-Matas leyó en ‘La ciudad de cristal’ la escena en la que Paul Auster recibe una llamada anónima de alguien que pregunta por la Agencia Pinkerton, no pudo menos de sonreír. Algún día, dijo para sí, cuando por fin nos conozcamos, le explicaré a Paul la verdad de lo sucedido, aunque nunca le perdonaré que fuera él y no Salinger el que iba en el autobús.
Aquí hace falta una explicación de orden textual. Es cierto que le dolió no haber conocido a Salinger en persona, y esta es la razón por la que, pese a que disfrutó mucho la lectura de los libros de Paul Auster, cuando Vila-Matas publicó ‘Bartleby y compañía’, a la hora de contar la anécdota del encuentro en el autobús, se la atribuyó a Jerome David y no a Paul, aun sabiendo que era apócrifa. Fueron varios los factores que influyeron en su decisión, en primer lugar que la historia era demasiado jugosa como para renunciar a ella. En segundo, que había estado en un tris de ser rigurosamente cierta. En fin, que de ningún modo iba a consentir que la realidad le arrebatara a la literatura una anécdota semejante así como así, faltaría más. Por motivos de coherencia artística, decidió omitir la historia de la persecución. Incluso tratándose de una versión abreviada de los hechos, la historia era de lo más jugosa. Cuando se publicó ‘Bartleby y compañía’, y los lectores o los periodistas que le entrevistaban le preguntaban si era verdad que había coincidido con Salinger en un autobús de la Quinta Avenida o se lo había inventado, Enrique Vila-Matas se hacía el interesante, limitándose a mirar a lo lejos mientras sonreía de manera enigmática.
Por fin, un día, aprovechando que un joven editor, amigo suyo, iba de viaje a Nueva York, Vila-Matas le hizo entrega de un sobre, diciendo:
Toma, Malcolm.
¿Qué es esto que me das?
Una carta que quiero que le entregues en mano a Paul Auster. He apuntado su teléfono en el sobre.
¿Me puedes contar de qué va o es confidencial?
Hay todo un juego de errores en torno a la génesis de `La Trilogía de Nueva York´, su primera novela, ya te lo aclararé algún día. Ha llegado a mis oídos que Auster ha leído mi ‘Bartleby’ en francés y le ha encantado. Si consigues verte con él, aprovecha para decirle que los detalles de la historia de Salinger están cambiados. El escritor que iba en el autobús aquella tarde no era Jerome David, sino él. Bueno, eso es lo que le digo en la nota. Tú le das el sobre y en paz.
El joven editor dudaba.
¿Y por qué no le mandas la carta por correo, como si fueras normal?
Quiero que se le entregue en mano alguien de confianza. ¿Qué te cuesta, estando allí?
Ya sabes que a mí Paul Auster no me gusta tanto como al resto de la humanidad. Todo eso del azar me parece un poco trillado.
Ese comentario sobra. Lo que te estoy pidiendo no tiene nada que ver con los gustos literarios.
Cuando llevaba varios días en Nueva York, el joven editor se decidió por fin a llamar. Al tercer timbrazo le respondió una voz viril.
Hello?
Aunque de tímido no tenía nada, inexplicablemente, el amigo de Vila-Matas se sintió incapaz de articular palabra.
Hello? volvió a inquirir la voz.
Sin saber qué le llevó a decir aquello, el editor, que padecía el mal de la literatura, formuló la siguiente pregunta:
¿Puedo hablar con míster Quinn?
Tras un breve silencio, oyó que le decían:
¿Se trata de una broma?
No, no, en absoluto.
¿Le he entendido bien? ¿Ha dicho que quiere hablar con míster Quinn?
Sí, así es, en efecto...
¿Podría deletrear el apellido, por favor? Es para estar seguro de que hablamos de la misma persona.
Q-U-I-N-N.
Ahora fue Paul Auster quien tardó en contestar.
Lo siento, pero se ha equivocado de número. Aquí no vive ningún Quinn, dijo.
Paul y Malcolm colgaron el teléfono a la vez. |