|
ENTREVISTA EN EL CULTURAL
NURIA AZANCOT
Leyendo el libro, es evidente que se ha divertido mucho escribiéndolo: ¿qué tiene este Montevideo que no tuvieran los demás? ¿es quizá su libro más abierto, el que más ha ido transformándose a medida que lo iba escribiendo, el más sugerente quizás?
-Lo veo, efectivamente, como un libro abierto y audaz. Un libro en el que he tratado de ser más fiel que nunca a mí mismo, y sin temor al qué dirán. Las cartas están echadas.
Para no creer en la autoficción, es una novela muy personal, contaminada, por así decirlo, por muchos de sus autores esenciales, como Tabucchi, Kafka, Borges, Sterne, Cortázar… ¿podría entenderse como una suerte de manifiesto de la No Literatura?
-No es un manifiesto de la literatura del No. Sí es una novela que siento cercana, algo nada extraño si vemos que por ella desfila un mundo afín a mi universo, los Sterne, Duras, Idea Vilariño, Tabucchi, Borges… Y, desde luego, de autoficción nada. Rehúyo con horror cualquier clasificación para mis novelas que no se atenga a la calificación de ficción. Y es que Montevideo es una ficción a secas, que no necesita ser sustituida por ese concepto redundante de la autoficción que últimamente, además, utilizan los más tontos de este país para invalidar las obras que les gustaría aplastar. Después de todo, ficciones a secas lo son El Quijote, Tristram Shandy, Nada, La mina, Malone muere, El lugar de la espera, Mala letra… Todas las novelas y cuentos que se han escrito son ficciones, incluso las más extremadamente realistas, porque desde el instante en que se ordena el mundo con palabras se modifica la naturaleza de éste.
¿No teme desconcertar a sus críticos con un libro híbrido, una novela que es al tiempo un ensayo sobre la creación y sobre la realidad, que parece una confesión, pero incluye un relato casi de terror a lo Maupassant?
-No temo desconcertarlos, no. Álvaro Enrigue dijo que escribo ficción desde un espacio que suelen ocupar los ensayistas: un yo literario visible. Está muy bien visto, creo. De hecho, lo que se escenifica en cualquiera de mis libros no es exactamente una trama, o una serie de ideas, o una batalla contra el lenguaje, sino a mí mismo tramando, pensando o escribiendo bajo el avatar de un narrador. Aunque, eso sí, el avatar, la personalidad de cada uno de mis narradores, es distinta en cada novela y posiblemente lo único que las una a todas sea la voz o ese “yo literario visible” que reaparece en cada nuevo libro y da continuidad a la obra.
¿Sigue acercándose a la escritura desde la conciencia de que el mundo no es narrable?
-Al inicio de Montevideo, el narrador cree que el mundo ya no es narrable, que es justamente todo lo contrario de lo que piensa al acabar la novela. La novela cuenta cómo alguien, obligado por los enigmáticos sucesos que cruzan por su vida y que exigen ser contados, termina regresando al arte de narrar.
¿Cuándo y cómo descubrió que lo que llamamos “realidad” no es una ciencia exacta?
-Bien pronto. Una mañana, ya lejana en Ibiza, al despertar y quedarme hipnotizado oyendo Shine On You Crazy Diamond. Me sorprendió que aquella música, que venía de fuera, describiera a la perfección mi despertar. Todas esas cosas el narrador de Montevideo las descubrió mucho más tarde. Tuvo que tomarse un ácido en París para comprender que la realidad puede ser, por ejemplo, un pacto entre conjurados que un día en tu ciudad natal deciden que la avenida Diagonal es un elegante paseo con árboles cuando en realidad, si tomas tu ácido, puedes ver que es un zoológico atiborrado de fieras y de cotorras con vida propia, todas sueltas, algunas encaramadas a las copas de los árboles.
¿Y cuando descubrió que el pasado no está muerto, ni siquiera es pasado, y nunca termina de pasar?
-Cuando advertí que hay errores ópticos en el tiempo y en el espacio. Y que, de hecho, vivimos siempre en el presente. Creo recordar que Proust decía que, para los celos, por ejemplo, no hay pasado ni futuro, lo que imaginan es siempre el presente. Y ya sabemos lo que puede incluir el presente: todo. A propósito de esto, me viene a la memoria un amigo de Madrid, al que me encuentro de vez en cuando en esa ciudad, aunque en una ocasión le vi también en Nantes y en otra en Montpellier. En cuanto nos reencontramos, aunque sea en plena calle y con el fondo de un ruido atronador de bocinas, muestra una habilidad extraordinaria para retomar la conversación en el punto exacto en el que la dejamos en nuestro anterior encuentro. Esto me recuerda una experiencia que todos hemos conocido más que nunca en tiempo de pandemia y que me parece una consecuencia directa del encierro por pandemia. He comprendido que debido al enclaustramiento que inmoviliza los días, la mejor forma a veces de ganar tiempo consiste en cambiarse de lugar, aunque sea en tu propia casa.
Quizá lo que más desconcierte a sus críticos es el humor que destila el libro, empezando por el protagonista, esto es, por usted… ¿cree que en general a los españoles nos falta saber reírnos de nosotros mismos, además de los demás?
-Sin duda. Conozco casos de escritores, precisamente muy españoles, que tienen una gran habilidad para reírse de los demás, pero jamás previamente se les ocurre, a pesar del amplio y cómico material autobiográfico que arrastran, reírse de sí mismos.
En alguna ocasión ha dicho que la única salida a la muerte física son la dignidad y el humor. ¿Tiene miedo a la muerte? ¿Confía en la fama y en la trascendencia quizá?
-Recomiendo a los permanentemente aterrados que lean Una filosofía del miedo, cálido ensayo de Bernat Castany. Me inquieta, más que la muerte, la flagrante ausencia de lo que podríamos llamar un hogar existencial. Claro que tampoco está mal sentirse de ninguna parte, o súbdito de un país gobernado por Emily Dickinson. En cuanto a confiar en la fama y todo eso, jamás olvido un consejo paterno: “Acuérdate de desconfiar”.
¿Realmente cree que lo que mejor que describe la actual situación del mundo es “una estupidez formidable y universal”? ¿Tiene que ver esa estupidez generalizada con la creciente incultura, el desprecio por el saber y la creciente trivialización? ¿Con qué consecuencias?
-Tiene que ver, sí. Pero en la historia de la Humanidad la estupidez viene jugando un papel importante siempre, y tiene sus puntos bien divertidos. Nos reímos de ella porque tememos que nos recuerde nuestros propios defectos.
¿Cree que las redes sociales favorecen ese creciente exhibicionismo de nuevos ricos con pocos escrúpulos y moral muy laxa?
-En la importante concentración mundial de grandes tarados que son las redes me divierten especialmente algunos merluzos anónimos que dan la impresión de ser vanidosos simplemente por faltarles la inteligencia de ocultarlo.
¿Qué cree que pensaría Kafka de la Europa actual y de la guerra de Ucrania?
-Que se va confirmando lo que predijo acerca de hacia dónde iba a evolucionar la distancia entre estado y ciudadano, singularidad y colectividad. Kafka fue pionero en describir el núcleo del problema: la situación de brutal imposibilidad del individuo frente a la máquina destructora del poder.
¿Y si Kafka se acercase a Cataluña, invitado por la Generalitat?
–¿Quién? ¿Kafka? Le imagino viendo la misma “perspectiva de sótano” que vio en Praga desde el asiento de atrás de un automóvil.
¿Es el nacionalismo el mayor problema de nuestro tiempo y de la propia Europa?
-Si mi mirada en Montevideo es abierta, forzosamente el nacionalismo tiene que tener un papel reductivo en ese punto de vista, porque en los lugares donde se impone nadie mira afuera, se cierra el canon literario y se domestican los viajes. Prefiero un nacionalismo al revés, Barthes lo llamaba un “racismo inverso”. Consiste en enamorarse de un país extranjero, como Dominique Fernández se enamoró de Italia. Es una de mis actividades preferidas porque, a fin de cuentas, la Diferencia me encanta y lo Idéntico me aburre.
¿Qué tiene París (y no diga que el PSG) que no tenga Barcelona, para ser su ciudad? ¿Por qué necesita alejarse de su ciudad natal para encontrarse y respirar literariamente?
-A lo largo de los dos años que en Barcelona he trabajado en Montevideo, fui observando que, por mucho que describiera las peripecias de mi narrador en Bogotá, Cascais, Reikiavik, Sant Gallen, París, o Montevideo, en realidad el autor no se movía de París. ¿Por qué? Sólo sé que un escritor siempre escribe desde un lugar, que no es un fragmento del espacio exterior, sino uno que se encuentra más bien dentro de él mismo: un lugar que se ha vuelto paradigma de su mundo y que impregna lo escrito. Todo indica que ese lugar para mí es París.
¿Entiende el clima de crispación que caracteriza la política española, con todas las simplificaciones que eso comporta?
-Desde siempre, gran parte de nuestros gobernantes han estado equivocándose de conducta y de lenguaje. Si no pensaran tanto en ellos mismos y más en el bien público, es posible que avanzáramos. Pero es que, en la actualidad, por ejemplo, uno puede observar todos los días que hay un numeroso grupo de audaces charlatanes que jamás han pensado en los ciudadanos. En tiempos de Napoleón III –un señor holandés que, por cierto, nada tenía que ver con Bonaparte–, Flaubert profetizó el gran desastre al que se encaminaban las generaciones futuras y le dijo a George Sand en 1871: “Hay un único mal que nos aqueja: la Estupidez. Pero es una estupidez formidable y universal. Cuando se habla del embrutecimiento de la plebe, se habla en términos injustos e incompletos, pues en realidad habría que ilustrar a las clases ilustradas, empezando por la cabeza, que es la parte más enferma; el resto seguirá”.
¿Qué espera de la próxima Feria de Fráncfort, dedicada a España? ¿Qué tendría que pasar o qué habría que hacer para que fuese realmente útil?
-Voy en calidad de “escritor veterano” (me ilusiona mucho), por lo que hablaré como superviviente de la guerra de Vietnam. Por otra parte, voy a conocer al equipo editorial de Wallstein, la casa alemana que acaba de publicar la traducción de Mac y su contratiempo. ¡Ah! Y voy a saludar por fin a Bastian Schneider, joven escritor alemán cuyo nombre y apellido me inventé para una conferencia en el Collège de France y que resulta que existe, pues se da la grandísima casualidad de que hay un Bastian Schneider que desde Colonia me ha enviado unas cuantas cartas y sus libros y propone ahora que nos veamos en Frankfurt.
Es de los pocos escritores actuales admirados por los más jóvenes, ¿se reconoce en los libros de Laura Fernández, Eva Baltasar, Mario Aznar, Cristina Oñoro y tantos otros que le admiran abiertamente?
-De mi conexión con lectores y autores de las nuevas generaciones sólo puedo decir que es sabido que esa comunicación existe y que es intensa y amplia y que por algo será. Pero no me corresponde a mí interpretarla.
¿Y de los jóvenes latinoamericanos, como Mariana Enríquez, quiénes le interesan más y por qué?
Aun abreviándola, que lo voy a hacer, mi lista le parecerá larga. Pero vayamos a ella: Guadalupe Nettel, Valeria Luiselli, Carlos Fonseca, Alejandro Zambra, Samanta Schweblin, Lucía Lijtmaer, Mariana Sández, Benjamin Labatut, Ariana Harwicz… Poco tiene que ver esta corriente literaria con el Boom. De hecho, la mayoría de las obras de esta nueva corriente se resisten a ser consideradas “latinoamericanas”, denominación de origen que suena a desgastada. De algún modo, Ricardo Piglia ya le anunció a Roberto Bolaño la llegada de esa generación: “Porque lo que suele llamarse latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que tiende a simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos”
¿Tiene alguna rutina de trabajo, prefiere escribir por la mañana, por la tarde, necesita música o silencio absoluto?
-Temprano por la mañana y hasta la hora de comer es mi horario ideal. Previamente, elijo en Spotify uno de los elepés nada estridentes de hora y media que he compuesto con la idea de que acompañen mientras escribo. Pero si acabo concentrándome a fondo, concentrándome de verdad, aunque esté ahí la música, ni me doy ni cuenta de que suena.
¿Relee a sus autores preferidos mientras escribe o prefiere que no haya interferencias?
-Cuando se publicó Doctor Pasavento en Francia, Maurice Nadeau –el gran crítico, descubridor de Perec entre otros– estuvo entre los pioneros en advertir algo que por otra parte era bastante evidente: que necesitaba yo de un modelo literario, distinto en cada libro, a partir del cual poder tramar, imaginar, dorarle la píldora al lector. Kafka, decía Nadeau, había ejercido el papel de ese modelo en Hijos sin hijos; Melville en Suicidios ejemplares; Blanchot en El mal de Montano; Robert Walser en Doctor Pasavento… Y Nadeau añadía que mi literatura evidentemente no salía pues de la nada y que no tenía problemas, además, en dejar entrever mis fuentes.
¿A quiénes lee, algún descubrimiento reciente en español o catalán que no nos debamos perder?
-Sí, los hay. Después de todo, leo mucho, y más últimamente. Pero ni loco le daría ahora nombres, porque darlos me trajo siempre, por parte de los que absurdamente se sintieron excluidos, vientos de rencor y venganza.
Se convirtió en un autor de culto en Hispanoamérica antes que en España: ¿cree que fue por cuestiones de sensibilidad, de cultura, de formación?
-Sergio Pitol me explicó que si mi obra había conectado con América Latina era porque lo que escribía era excéntrico y heterodoxo, con un pie fuera del canon y el otro hundido, por nacimiento, en la tradición moderna. Por ahí, según Pitol, América conectó con lo que yo escribía. Y, de hecho, mi novela Montevideo es un nuevo y evidente puente entre la literatura de mi país y la de las literaturas latinoamericanas en un momento en el que algunos últimamente se empeñan en recalcar que, en Argentina, Chile, México y otros países no interesa leer a los narradores españoles. Pero mi experiencia ha sido siempre bien distinta, siempre me he sabido allí muy leído. Quizás la causa de ese reconocimiento es la que señaló ya hace años Domínguez Michael: que, para mí la literatura corre universalmente, de este a oeste, sin otro mandato que esa “identificación y asimilación, no sólo con los grandes europeos, como dice Masoliver Ródenas, sino con los maestros modernos de América Latina”.
¿Qué relación tienen en su obra cine y literatura?
-El cine es el cuarto contiguo de mi literatura. Adoro el que pude ver sobre todo en los años sesenta y setenta. Y, como decía el otro día, Albert Serra, “El cine radical cambia vidas. Yo quería hacer películas como esas e incluso vivir como sus personajes”.
¿Y qué relación tiene en sus novelas la ficción y el arte?
-En mi novela de 2014 sobre Kassel 2012 me divertí mucho observando la cima del arte contemporáneo, reunido allí y sobre el que no tenía apenas noticia, no conocía de nada ni los nombres de los mejores. Pero esto fue ideal para mí porque precisamente es lo que me permitió actuar de espectador activo y verlo todo sin prejuicios. Un día, encontré en Santiago de Chile a la novia de Pierre Hughes y me comunicó que éste se había divertido y reído mucho al leer que había yo pasado una noche entera al cielo raso refugiado dentro de su obra, formando parte de su propia obra, que era un espacio parecido a un estercolero en medio de un jardín francés y contaba con un guardián extraño: un galgo español (en Alemania está prohibido pintar a los perros) con una pierna coloreada de rosa circulando obsesivamente por aquel lugar y por ningún otro. Pasé una noche difícil, pero por fin logré formar parte al aire libre de una “obra de arte”. ¿Qué si mereció la pena? No creo. Habría bastado con incluirlo en mi libro (Kassel no invita a la lógica), pero uno, algunas veces, desea investigar la vida nocturna de un perro.
Sabe que desde ahora nadie verá una puerta cegada en un hotel sin sentir escalofríos, ¿verdad?
-Anda, pues es bien visible. Yo pasaré un mal rato el día en que, por primera vez entre en una habitación de hotel donde haya una puerta cegada. Creo que lo veré como un signo, como una advertencia, como una señal egipcia, como un terrorífico aviso de que no intente hablar con los vecinos. Antes, al ver una de esas puertas condenadas, sólo me preocupaba que, si se daba el caso, pudiera llevarme bien con ellos.
¿Cuánto le debe su obra al azar, si es que este existe?
Yo creo que los hechos de la vida siempre se vuelven más complejos y oscuros, más ambiguos y equívocos, o sea, tal y como verdaderamente son, cuando uno los escribe. A esa conclusión he llegado por fin después de escribir Montevideo.
* Publicado em El Cultural (El Español), 2 de septiembre de 2022.
|