ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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VILA-MATAS, LA ESCRITURA DESATADA

JUAN VILLORO


La estética de Enrique Vila-Matas depende en primera y última instancia de la lectura. Hechas de comentarios, reensamblajes, parodias y atribuciones apócrifas, sus historias se postulan como una segunda realidad. Vila-Matas llega después; observa lo ya narrado con ojo insólito, y discute lo ocurrido. Este juego de espejos –la página como reflejo desplazado- lo ha llevado a escribir novelas que son el preludio a una conferencia (Extraña forma de vida) o la conferencia misma (París no se acaba nunca), un congreso literario (El viaje vertical), las notas de pie de página a un libro inexistente (Bartleby y compañía) o el diario de un escritor que narra en clave privada los artículos periodísticos de Vila-Matas (El mal de Montano).

¿Cómo hemos leído a este lector convulso? Durante décadas, Vila-Matas fue el secreto mejor guardado de Cataluña, un autor minoritario, celebrado por eminentes colegas de ultramar (Mutis, Bioy, Monterroso, Rossi, Paz). De manera curiosa, su originalidad se fundaba en la asimilación de otras voces; las ideas ajenas adquirían otro sentido al ser glosadas, levemente retocadas, situadas en un contexto insólito. Uno de sus cuentos lleva el emblemático título de “Me dicen que diga quién soy”. Nada más ajeno a Vila-Matas que el esencialismo de la autodefinición (en El mal de Montano no reconoce otro método de búsqueda que la autoficción). Esta puesta en duda de la identidad atañe tanto al autor como a sus personajes, seres potenciales, siempre a punto de ser otra cosa, de asumir un disfraz, un apodo, una fugitiva condición que les permita volver al centro de sí mismos.

“Me llamo Erik Satie, como todo mundo”, la frase del compositor francés resume la noción de personalidad de Enrique Vila-Matas. Ser Satie es ser irrepetible, esto es, encontrar un modo propio de disolverse hacia el triunfal anonimato, donde lo único es atributo de todos.

En el viaje de la lectura sólo importa el camino de regreso. Empezamos a leer a Vila-Matas como un prolongador creativo de los grandes irregulares del siglo XX; ahora lo leemos como una figura articuladora de tradiciones dispares; resulta casi imposible asomarse a Nabokov, Kafka, Walser, Gombrowicz, o Pessoa desde el mirador de la narrativa hispánica sin revisarlos al modo de Vila-Matas.

Aunque sus gustos literarios se apartan de modo radical de las modas ibéricas en curso, Vila-Matas deriva del pionero esencial de la literatura hispana. ¿Hay esfuezo más cervantino que su pasión por confundir vida y literatura? La novela moderna surgió en las yermas tierras castellanas como cuestionamiento del realismo y de la noción misma de autoría. En forma admirable, Cervantes se define como padrastro del Quijote; adopta papeles ajenos que caen bajo su custodia. La novela moderna surge simultánemente como metanovela, territorio de la ironía que cuestiona lo que narra. Jean Canavaggio, biógrafo de Cervantes, señala lo mucho que el autor le debe a su estancia en Italia y su frecuentación de la cultura árabe. Sin esos dos influjos, difícilmente habría perfeccionado su concepción del arte dentro del arte, el entramado múltiple que, al modo del Decamerón o Las mil y una noches, refracta el libro en numerosas direcciones y hace que el principio de orden sea atributo de la lectura. También Vila-Matas buscó sus principales referentes fuera de la cultura hispana y tardó en ser reconocido por ella. A propósito del Quijote, Francisco Rico ha destacado la tardía fecha (mediados del XVIII) en que se convirtió en un clásico también para los españoles.

Dos tradiciones en pugna: Cervantes encomia “la escritura desatada” y Franco termina su testamento con la frase: “atado y bien atado”. Los proyectos literarios españoles podrían distinguirse entre los que buscan atar lo real y los que intentan desatarlo. El autor de Impostura desconfía de la convención que llamamos “realidad”, y pone en tela de juicio lo que mira, incluyendo la noción de sujeto. Domingo Ródenas ha observado que la obra de Vila-Matas suele ocuparse de “la desaparición, la disolución, la extinción”. Su temprana novela breve La asesina ilustrada (1977), trata de la aniquilación del lector, y la novela que está por publicar, Dr. Pynchon, de la desaparición del autor. Leer el texto, leer el mundo, significa para Vila-Matas un ejercicio disolvente; implica “ser en otro”, suplantarse. Su sistema narrativo es la puesta en escena de los traslados y las transfiguraciones provocadas por la lectura. No todos sus protagonistas sobreviven al proceso. Los cuentos de Suicidios ejemplares ofrecen emblemáticas maneras de morir por imaginación. Conviene recordar la frase de Scott Fitzgerald, citada por Vila-Matas: “la vida es un proceso de demolición”. En este sentido, los suicidas ejemplares son vitalistas radicales. Nada más ajeno al autor que el nihilismo. Aunque la aniquilación sea una de sus estrategias, la mayoría de sus historias representan formas de resistirla. Historia abreviada de la literatura portátil reúne a la secta de los shandys, que desconfían de la cultura sedentaria (el Museo) y salvan el arte llevando consigo obras que caben en un maletín. Desde el título, Impostura revela uno de sus más socorridos recursos: la suplantación. El protagonista imita voces en busca de la suya, y cuando la obtiene, no le gusta. Paradoja de la autenticidad. La simulación se alza entonces como una forma más alta y creativa de la verdad. “Dénle a un hombre una máscara y dirá la verdad”, escribió Wilde (el Pingüino complementa la idea en Batman regresa: “me encanta la franqueza de un hombre enmascarado”).

A propósito de los guisos deconstruidos de Ferran Adrià, Vázquez Montalbán dijo que se trataba de “cocina de investigación”. Se podría decir que Vila-Matas practica una lectura de investigación: lee a los demás hasta volverlos otros. Este afán de apropiación incluye su propia parodia. En París no se acaba nunca el narrador participa en un concurso de dobles de Hemingway sin otro mérito que creerse idéntico al robusto padre de El viejo y el mar.

Vila-Matas ha fabulado sobre autores que dejan de escribir (Bartleby y compañía) y enfermos de literatura (El mal de Montano). Sin embargo, a diferencia de Borges, no depende de destellos eruditos, la cita en arameo, la incierta enciclopedia, la alusión a los ritos funerarios egipcios. Las numerosas referencias literarias que circulan en sus textos son datos a la vista. Estamos ante el primer gran hermeneuta de los libros de bolsillo. En ocasiones, su arriesgada manera de leer y su trabajado sentido del gusto, sugieren un contacto con obras esquivas, ya inasequibles o aún no traducidas. Sin embargo, en forma deliberada, Vila-Matas ha expresado su aprecio por el arte portátil y su concepción de la literatura como algo idéntico a la vida. Si el espacio definitivo de la imaginación de Borges es la Biblioteca, la mente de Vila-Matas depende de un recinto más común y menos libresco: un vagón de tren. Su espacio predilecto es un tren que atraviesa la noche; ahí, alguien lee a la luz de una lámpara; la iluminada ventana en fuga indica un tránsito inteligente, el uso nómada de la literatura portátil.

Para sobrevivir a las tensiones lingüísticas de Cataluña, Vila-Matas ha dicho que escribe en español porque en catalán sólo puede decir la verdad. La frase es algo más que un deseo de que los detectives de la identidad lo dejen en paz. Aunque parece un cumplido hacia la lengua catalana, no lo es. Estamos ante el autor que eligió el título de Recuerdos inventados para su antología personal, un fabulador que sume la verdad como una divisa devaluada. Vila-Matas se formó en castellano pero empezó a publicar después de la transición, cuando la normatividad lingüística se desplazaba con énfasis hacia el catalán. Deleuze y Guattari observaron que Kafka escribía en una “lengua menor”, el alemán en el seno de una comunidad donde predominaban el checo y el yidish. A diferencia de Eduardo Mendoza, Juan Goytisolo o Juan Marsé, Vila-Matas no es alguien que sigue publicando en castellano sino que tardíamente comienza a hacerlo. Exótico para Madrid y para la nueva Barcelona, practica una prosa ajena a los coloquialismos de Marsé o la exhuberancia de Goytisolo: una lengua menor, en la clave de Kafka: clara y cortante. Su estilo literario es el de quien llega tarde y por lo tanto tiene prisa. Vila-Matas nunca vuelve morosamente al pasado; apunta con precisión en los márgenes de lo que lee en movimiento. Uno de sus títulos es revelador a este respecto: El viajero más lento. Justo por llegar después debe ahorrar prolegómenos. Ante la vida parda del franquismo y el sueño monolingüe de la Cataluña gobernada durante 23 años por Jordi Pujol, escoge un castellano despojado de referentes locales, un cristal diáfano para sus invenciones. Una prosa como la de Kafka, de enrarecida contención, que quema como lo hace el hielo.

A propósito de la Conferencia Episcopal que se celebró en la pacata Barcelona de 1952, Vila-Matas escribió en Impostura: “Eran días y años en los que nadie quería ser lo que era y todos en silencio deseaban huir de sus nombres y ser, a cualquier precio, otros, aunque para ello fuera necesario vender el alma al diablo, mudarse de cama y de enfermedad en una Barcelona que era el más gigantesco hospital”. Sus artefactos narrativos son el remedio y la toxina, la oportunidad de ser otro en el hospital de Barcelona. Su mirada relativiza las certezas de un entorno reductor (“no entender me resulta, como lector o espectador, extraordinariamente creativo”). No es gratuito que se interese en la figura del fisgón que mira por los intersticios, ni que un cuento de Hijos sin hijos trate de un ojeador de futbolistas que busca novatos con virtudes todavía futuras: debe ver de más, anticipar destinos. Perfecta definición del punto de vista narrativo.

“¡Yo sé quién soy!”, exclama don Quijote, inmerso en sus ensoñaciones. Ninguna divisa más exacta para la autoficción de Enrique Vila-Matas y la resistente novedad de su escritura desatada.
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